Saber Perdonar

Al concluir la celebración, Ainoha permaneció unos diez minutos arrodillada, dominada por un dolor muy íntimo, que le producía escalofríos.
Don José lo había dejado caer mientras comentaba el Evangelio del día: “Es el momento de perdonar, de aceptar que el misterio de Dios se abre paso también entre los pliegues de nuestro dolor, aunque se trate de un dolor que jamás desaparecerá porque es el dolor de la más tremenda de las injusticias, lo sé muy bien porque es mi propio dolor...”.
Al cabo, Ainoha salió de la iglesia, ensimismada. Eran las nueve de la mañana.

Ayer mismo había escuchado el comunicado de los asesinos de Iñaki, su marido, hacía ya cinco años. Un tiro en la nuca y se acabó.
Caminó hacia su casa en silencio. Ainoha era una mujer ante la intemperie de los afectos destrozados y de las lágrimas resecas.


Se sabía confrontada al desafío de seguir odiando hasta hacerse daño o comenzar a perdonar para comenzar, decía don José tantas veces, a vivir de nuevo. De pronto se detuvo ante un pasquín pegado en el cristal de la panadería: “Presos a la calle: ya”.

No pudo evitarlo. Con decisión, la decisión que le había faltado tantas veces para vergüenza suya, arrancó el pasquín de un manotazo. Nadie dijo palabra. Ella les miró durante unos segundos con el papel arrugado en el puño levantado y acabó por tirarlo al suelo con infinito desprecio. Y siguió su camino.

Sin miedo alguno. Reconciliada consigo misma para siempre.
Ya en la sala de estar, abrió su diario y permaneció largo rato paralizada ante la página en blanco, como si fuera un mar sin límites.


Al cabo, arrancó con estas palabras: “Ayer supe la noticia del alto el fuego permanente de los asesinos de Iñaki, un escalón más en este calvario de burla y desconcierto, en el que me encuentro tan sola, tan dolorosamente sola. Desde que lo supe, mi deseo de venganza ha ido en aumento, a pesar de que conozco muy bien que la venganza es tan imposible como ineficaz. Hemos perdido la batalla y la guerra, nosotros, esas víctimas que a todos molestamos y que a todos servimos como excusa repugnante.
Pero hoy lo he visto claro: solamente el perdón será capaz de convertir mi venganza en serenidad. Además, he sido capaz, aunque haya sido una sola vez, de mostrarme como lo que soy, una mujer herida y capaz de romper un pasquín ante la mirada de cuantos me rodeaban, demostrándoles que perdonar no significa ni abdicación ni mucho menos pánico”.Ainoha mira por la ventana. Más allá de los cristales está Euskadi, su tierra y la tierra de Iñaki. Norberto Alcover, S.J.

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