Una de las frases más incomprensibles que jamás haya pronunciado Jesús, fue la que dijo antes de morir en la cruz.
Tras varias horas de agonía, y presintiendo que su muerte era ya inminente, lanzó un grito terrible: “ Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ” (Mt 27,46; Mc 15,34). Estas misteriosas palabras, solamente contadas por Mateo y Marcos, siempre intrigaron a los lectores de la Biblia, que hasta el día de hoy se preguntan cómo pudo escapársele a Jesús semejante queja. ¿Sintió, acaso, que su misión había fracasado? ¿O percibió que Dios, su único apoyo durante la vida, le falló a la hora de la muerte? ¿Pensó Jesús que moría como un hijo abandonado por su padre? Tomadas al pie de la letra, tales palabras podrían hacernos creer que Jesús murió en la desesperación. La amargura de un rezo Pero no fue así. Jesús al pronunciar esa frase en realidad estaba rezando un Salmo. En efecto, si buscamos en nuestras Biblias, veremos que el Salmo Nº 22 empieza precisamente así: “ Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y continúa: “A pesar de mis súplicas mi oración no te llega. Dios mío, de