Señor
Don MANUEL MONTT BALMACEDA
Universidad Diego Portales
Presente
Estimado don Manuel:
He estado por escribirle, desde hace tiempo, para darle cuenta de las razones y los motivos que lamentablemente me llevaron a alejarme de la Universidad después de más de veinte años, diez y siete de ellos como profesor, y habiéndoseme confiado los cargos de director del Instituto de Estudios Humanísticos y de Bibliotecario de la Universidad. Si no he podido dirigirme a usted antes, es porque he querido aprovechar esta ocasión para informarle, además, del desempeño de los alumnos del Diplomado del Programa de Honores del Instituto, mi última actividad en esta universidad, la cual sólo acabo de terminar en estos días, luego de concluir la corrección y evaluación final de los trabajos pendientes de la promoción 2004.
Mi última actividad, pero no mi última responsabilidad. La universidad, usted de seguro concordará conmigo, es una instancia moral, busca lo mejor. Por lo mismo, exige a quienes se nos ha privilegiado admitiéndosenos como académicos, un compromiso ético estricto. Al escribirle, pues, cumplo con un deber de conciencia. Siento que sólo expresando de la manera más honesta y bien intencionada posible, mis aprensiones respecto a cómo se está dirigiendo esta institución, y cómo, a mi juicio, se está atentando en su contra, puedo sentirme, aunque sea por última vez, una parte reflexiva, pensante, y no sólo un empleado más. Nunca lo he sido; por eso elegí ser profesor y académico de ésta y de otras universidades, en las que he permanecido mientras lo he considerado una obligación pública y honra personal.
En este mismo espíritu, quisiera dejar en claro, por tanto, que la razón de mi alejamiento obedeció fundamentalmente al cierre de la Facultad de Humanidades, y no a otros supuestos motivos que se han aludido. De hecho, trascendidos de prensa --anónimos, desde luego--, y expresiones de perplejidad con que me he debido topar de parte de muchos académicos y estudiantes de la Universidad, me obligan a aclarar el asunto. Y eso que son testigos de mi rechazo a dicha decisión cerca de una docena de miembros de la ex Facultad que asistieron a una reunión presidida por el Vicerrector Académico Peña González, inmediatamente después de que se anunciara la medida.
En dicha reunión manifesté mi doble repudio, respecto a la manera no consultada como se procedió, y al evidente despropósito que significaba aspirar, por una parte, a ser una universidad de legítimo prestigio y seriedad, mientras que, por el otro lado, se atentaba en contra de su calidad humanística. Es por ello, que le recordé a Peña aquellas palabras del discurso inaugural de la Universidad de Chile en que Andrés Bello nos hace ver cuán fina y delicada es la constitución orgánica de una casa de estudios superiores. De llegar a tocar una fibra esencial de una institución, afirma Bello, ésta decae y se desnaturaliza, pasa a ser otra cosa, distinta a lo que originalmente se pensó y quiso que fuese.
Ignoro las razones específicas que llevaron a las autoridades de la Universidad Diego Portales, presididas por usted, a crear una facultad encargada de desarrollar las humanidades. Admito, por cierto, que para que existan humanidades en una universidad no es preciso disponer de una facultad específica. El punto, sin embargo, es otro. Concretamente, que una vez creada dicha facultad, se ha hecho patente un compromiso expreso, el cual, de llegar a terminarlo, requeriría de razones poderosas que lo justifiquen, no comentarios obscuros, como el que varias veces ha manifestado el actual rector Cuadra Lizama, de que existiría algo así como una suerte de “pecado original” remontable a cuando ésta se creó, y que ahora, al fin, con esta medida, se vendría a remediar. Francamente, una manera muy poco seria de explicar cambios estructurales.
En la reunión aquella en que di las razones por qué objetaba la medida, señalé también que el Instituto de Estudios Humanísticos que yo dirigía, en modo alguno podía entenderse como un sustituto de una Facultad de Humanidades. Esta posibilidad se planteó, usted recordará, desde muy al comienzo, cuando se requirió la aprobación del plan que creaba el Instituto. De ahí que, ya antes, me vi en la situación de tener que desmentir esta sospecha, y señalar que el Instituto de Estudios Humanísticos estaría al servicio de toda la Universidad, debía ser interdisciplinario, es más, no tendría como objetivo desarrollar disciplina alguna; en definitiva, su sentido más propio era el de una instancia de investigación y formación transversal. Acepté que el Instituto, para efectos estrictamente de buen funcionamiento administrativo, por carecer éste de una gran infraestructura y también como una manera de aplacar dichos reparos, estuviese ligado a la Facultad de Humanidades, asunto, creo yo, que sirvió para pacificar ánimos. Usted comprenderá, yo no podía aceptar ser el sepulturero de una facultad de humanidades, cuestión que tarde o temprano, con seguridad, me lo iban a representar en este país. Por tanto, cuando se materializó el vaticinio anunciado, decretándose el fin de la Facultad a la vez que se hacía subsistir al Instituto, tuve que volver a insistir sobre el sentido y propósito original.
Ahora bien, pensándolo con un poco más distancia, la situación que se produjo fue, a todas luces, provocada. He llegado al convencimiento de que con esta movida de la Rectoría y de la Vicerrectoría Académica, digamos que un tanto sibilina --v. gr. vamos a terminar con la Facultad pero no con las humanidades--, lo que se propuso fue liquidar cualquier objeción dura. Tanto Cuadra como Peña, conociéndome desde hace más de veinte años, no pueden haber ignorado cuál iba a ser mi reacción. De hecho, Peña lo personalizó desde un comienzo cuando sostuvo que el “modelo de universidad” que yo supuestamente auspiciaría, no se iba a implementar en la UDP, modelo que él gratuitamente calificó como “aristocratizante”, descalificación esta última que se ha ido convirtiendo en un tic retórico majadero con que suele descartar cualquier objeción que no le parece. Le repliqué a Peña que el propósito no era “aristocratizante” sino meritocrático, y si alguien debía entenderlo era precisamente él. Usted comprenderá, don Manuel, tiradas así las cartas sobre la mesa, uno no es un ingenuo, y sabe atenerse con quién se está jugando al otro lado. No sirve siquiera invocar las reglas del juego en situaciones como ésta. El asunto estaba, de antemano, decidido: sí o sí. Fue, en realidad, una burda provocación.
Tampoco sirvieron las otras objeciones que, en sólo una reunión con Cuadra y dos con Peña (no hubo más), traté de exponer. Desde luego, que trasladar Historia a una nueva Facultad de Ciencias Sociales era desconocer el sentido distinto que tienen ambas disciplinas. El criterio contrario se ha terminado por imponer, al punto que ésta es la única carrera de Historia en el país que funciona, subordinadamente, dentro de una facultad de Ciencias Sociales. Otro tanto ocurrió con el argumento, que también esgrimí, de que Literatura bajo una facultad dedicada a las Comunicaciones sirve, a lo sumo, para que potenciales literatos puedan encontrar trabajo práctico, por de pronto, en el área publicitaria. Sabido es que el poeta Eduardo Anguita dedicó infinitas horas a este tipo de “pegas”, pero que yo sepa, nadie lo formó para ello.
No se me escapa, que todo esto obedece a patrones dictados por lógicas de acreditación que, de un tiempo a esta parte, obnubilan a las autoridades, y ahora último, también, a quienes presiden nuestras instituciones privadas. Pero, es de suyo evidente que dichas directrices, tan de boga hoy en día, aunque quién sabe si mañana, apenas fingen promover las humanidades. Digámoslo de frentón: las humanidades son percibidas como un lastre. No calzan con el modelo cultural y económico que se quiere imponer, más bien, lo entorpecen. Por eso se las posterga, o se las estrangula de a poco, como creo que es el caso aquí. El asunto no es nuevo. Lo extraño, sin embargo, es que la UDP acepte, sin reserva alguna, dicho modelo, tolere comprometer su autonomía en cuanto institución, y peor aún, esto no sea objeto de discusión alguna entre gente que, obviamente, está más que capacitada para discutirlo inteligente y versadamente. Una universidad que se resiste a una discusión de esta envergadura, simplemente ha dejado de ser tal. La UDP, usted lo sabe mejor que nadie, nació primero como una institución de capacitación profesional; la pregunta que cabe hacerse, pues, si con esto no se estaría produciendo cierta regresión. Las universidades no son lo que son porque así se autodenominan, o las autoridades, internas o externas, así las acreditan. No al menos las más prestigiosas, por de pronto, aquellas en que me ha tocado ser alumno de pre y postgrado o profesor visitante, todas en el extranjero.
Por cierto, estas no fueron las únicas objeciones que le plantee a Cuadra y Peña, en esas dos ocasiones. Sostuve que la Facultad de Humanidades había sido el lugar más humano en que me había tocado trabajar, que la decana Carmen Fariña se había atenido a todas las exigencias que se le habían impuesto, que se trataba de un grupo que congeniaba experiencia, prestigio y juventud, en algunos casos muy promisorios. Y que el afiatamiento que se había producido era un factor que no había que despreciar a la hora de desperdigarlos. Curioso, pero creo que el principal daño que se ha producido ya, con esta medida, con este cierre, ha sido el quiebre de este grupo humano, de sus lealtades y confianzas mutuas, logradas después de mucho tiempo. Carmen Fariña lo puede atestiguar. Fue ella quien, en gran parte, consiguió este poco común acierto. A Carmen, sin embargo, no se le ha tratado bien. Fueron momentos extremadamente difíciles los que le tocó vivir. No entiendo de otro modo su aprobación formal del cierre de la Facultad en el Consejo, el que ella por cierto objetaba, pudiendo haberse ausentado de la sesión, como lo hizo el decano Velasco, o bien, haberse abstenido de votar.
También, le hice ver, en particular a Cuadra, que se estaba deshaciendo de las personas que le eran más leales. Recordemos que no sólo se alejó de su cargo a Carmen Fariña sino también a Andrés Velasco Carvallo, a este último aceptándosele su renuncia voluntaria. Conozco a Andrés desde que fue alumno de Periodismo cuando yo era profesor en dicha escuela, en una vieja casona de calle Ejército. Pertenece a la generación más destacada de alumnos de Periodismo, en la cual todavía descansa gran parte del prestigio de esa facultad. Su compromiso con la Universidad ha sido, desde ese entonces, notable. Fue un brillante decano, a mi juicio. Se propuso ordenar y equilibrar las platas, convirtiendo a Periodismo en un ejemplo para las otras facultades. Reordenó una malla atiborrada de excesos curriculares. Internacionalizó a la facultad; atrajo figuras destacadísimas de fuera del país; convocó también a profesionales jóvenes para hacer clase y escribir libros. Editó publicaciones, y fue un decano muy presente; jamás postergó la Universidad por otros asuntos, cuestión, lo sé, que le costó caro en su desempeño profesional privado. Difícil reemplazar a Velasco Carvallo. Su salida, me molestó mucho, lo reconozco, pero insisto, no fue ésa la principal razón de mi alejamiento. Mis prioridades no podían ser sino para con mis alumnos, la gente con que yo trabajaba en el Instituto, la Biblioteca y la Facultad de Humanidades, todas ellas infinitamente más desvalidas que el decano Velasco. Su salida inexplicable aún, por tanto, lo que hizo fue confirmarme que los criterios con que se manejaba esta coyuntura, en Casa Central, bordeaban la improvisación, y obedecían --estoy seguro-- más que nada a cálculos de poder. Como se lo hice ver a Cuadra, dejando irse a Velasco y deshaciéndose de Fariña, se desprendía de dos de sus mejores decanos. Desde que se lo plantee, no he vuelto a hablar con Cuadra aunque, lamentablemente, sí he recibido sus recados y advertencias. Trato que, en lo que a mí respecta, me resulta extraño, aunque a otros, quizá, no les sorprenda. Conste que ni cuando presumía ser uno de los hombres más poderosos de este país, y sabemos muy bien cómo fue esa época brutal, dejé de decirle lo que pensaba. No suelen atemorizarme, además, los alardes de poder.
Me atrevo a señalarle esta dimensión humana porque, al final de cuentas, qué es una universidad si no un espacio humano que exige de cada uno de nosotros lo mejor. No puede tratarse, por lo mismo, de una empresa mercantil, de un ente administrativo, o peor, de un lugar donde se trabaja con miedo. Conste, además, que en las universidades, incluso las privadas, está comprometida la fe pública.
La Universidad, en cualquier caso, no es y no debiera ser una empresa mercantil. El objetivo primordial que sirvió de impulso al Instituto de Estudios Humanísticos y, concretamente, a su Programa de Honores, lo reafirma, puesto que lo que se trató aquí fue hacer de la UDP una institución de excelencia académica. Para ello apostamos por, lo que sabíamos, era un activo insuperable: nuestros mejores y más destacados alumnos en sus cursos superiores, provenientes de todas las carreras impartidas en la Universidad. De ahí que se les ofreciera un programa interdisciplinario, conducente a un eventual Magíster, a modo de beca, amén de facilitarles una experiencia de rigor académico, a la par con los más exigentes en el país. No pudimos ofrecerles a los alumnos una gran variedad de profesores, lo admito. Esto por falta de recursos. Con todo, tuvieron la oportunidad de conocer a figuras de prestigio, entre ellos Raúl Zurita y Patricio Navia; pudieron elegir libremente sus directores de tesis (en un caso Gabriel Salazar); tuvieron llegada y asistencia académica óptima de parte de la Coordinadora Académica (señora Pía Montalva, una distinguida historiadora); y, en lo que a mí respecta, traté siempre de mantener un nivel intelectual, tanto en el Seminario Troncal como en las evaluaciones, equivalente, si es que no mayor, a lo que acostumbro en cursos de postgrado en otras instituciones, algunas extranjeras. El acierto mayor, estoy convencido, fue el haber potenciado la capacidad que estos alumnos ya traían, dirigiéndolos hacia el estudio crítico y a la investigación, para la mayoría novedoso, como también la posibilidad de incursionar en disciplinas distintas a las que habían sido formados.
En ese sentido, el propósito de ofrecerles una instancia de postgrado se cumplió a cabalidad. De los 18 trabajos monográficos presentados, después de más de un año (Promoción 2004), de un universo original y total de 26 alumnos, 8 fueron sobresalientes y, con un poco de trabajo editorial, podrían ser, incluso, publicables. Otros 6 fueron aceptables aunque de un menor nivel, y sólo 2 fueron reprobados. Visto así los resultados, tengo la absoluta certeza que el trabajo que hicieron nuestros alumnos fue un éxito que debiera ser reconocido por la Universidad. Las evaluaciones correspondientes constan en sendos informes disponibles, algunos de más de 10 páginas por alumno. No es efectivo, por tanto, que mi alejamiento se haya debido supuestamente al hecho de que yo habría previsto un fracaso. Dicho juicio lo ha manifestado Cuadra Lizana, lo cual es una falsedad.
Lamentablemente, la siguiente Promoción, la del 2005, ha debido sufrir una discontinuidad a causa de mi salida. No obstante lo anterior, debo señalar que este nuevo grupo, más pequeño, de 12 alumnos, en conjunto es probablemente hasta más capaz que el anterior. Su desempeño en mi seminario, durante el primer semestre de este año, más los proyectos de tesis que también fueron evaluados por mí y Pía Montalva, me hacen pensar que, de haber continuado en el mismo sentido, se podrían haber obtenido resultados aún mejores. En gran parte el buen desempeño se debe a que el seminario, durante este último semestre, funcionó verdaderamente como una instancia de discusión, al integrarse el profesor Zurita, además de Pía Montalva, y del profesor-ayudante Santiago Aránguiz. Si después de mi salida no ha sido posible volver a reunir al grupo y mantener el interés es una prueba de que se ha abortado un trabajo y una dinámica que prometía mucho.
Lo lamento, como también el hecho de que el Instituto que yo dirigí cambió de rumbo. Desde luego, se le modificó el nombre, por el de Instituto de Humanidades, lo que en sí pareciera ser menor, pero no, sin embargo, si uno piensa en términos de continuidad. Los afanes de borrar lo inmediatamente pasado es una técnica propia de regímenes totalitarios. No puede ser que la salida de un director implique el fin de una institución y la creación de una nueva, no si se quiere ser serio, a menos que se pretenda desechar una experiencia y comenzar otra cosa muy distinta. Es evidente que esa, no otra, ha sido la razón detrás de estas últimas decisiones. Actualmente, a lo que se aspira es a crear una instancia de extensión, dejando a un lado el esquema inicial que era académico y docente. De ahí la publicidad y los recursos que se han hecho llegar al Instituto para hacer un ciclo de charlas, dedicadas al grueso público en la comuna de Providencia. De ahí, también, que se le haya confiado la tarea de dirección a Eduardo Sabrovsky, otrora director de la Academia Imaginaria, una iniciativa que, con el tiempo, se desinfló. Lo digo en mi calidad de ex miembro del directorio de esa misma Academia. Intentos posteriores de Sabrovsky de implementar el mismo esquema (entre otros lugares, en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile), también fracasaron, aunque casi significó el cierre del Departamento de Estudios Humanísticos de dicha facultad, que durante la dictadura militar fue uno de los pocos espacios de investigación e indagación intelectual libre, en que participaron Nicanor Parra, Patricio Marchant, Jorge Guzmán, Mario Góngora, Cristián Hunneus, y muchos otros, amén de una promoción de brillantes alumnos que allí asistieron a sus clases (por ejemplo, Diamela Eltit, Arturo Fontaine Talavera y otros). Menciono el punto porque, al fundar nuestro Instituto pensamos en este Departamento, y aspirábamos modestamente a que, algún día, se pudiera alcanzar lo mismo en la UDP. De ahí el nombre, que repito se eliminó, y lo desafortunada que resulta la elección del nuevo director, asociado a iniciativas que atentaron en contra de la permanencia en el tiempo de dicha unidad en la Universidad de Chile.
No quisiera que se me malentienda al detenerme en la persona del señor Sabrovsky, a quien, que lo diga o si no Peña, acogí sin reparos en el Instituto de Estudios Humanísticos a petición del Vicerrector porque no sabían qué hacer con él. Su postgrado en pensamiento contemporáneo había sido un rotundo fracaso, y apenas podía justificar su jornada. Le tuve cierta piedad hasta que terminó por colmarme cuando se prestó para todo tipo de dimes y diretes e intrigas, de los que son testigos todos los miembros del consejo de la ex Facultad de Humanidades. De ahí que le pidiera no asistir al seminario en el Instituto que yo dirigía, y aún cuando se empecinó en hacer gallitos de fuerza invocando su buena llegada a la Casa Central, lo cual me pareció simplemente infantil, tuvo que retirarse. Nada retrata mejor a Sabrovsky que uno de los correos que me envió hace un tiempo atrás. Señala ahí lo siguiente: “El trabajo académico es, como lo indica su nombre, trabajo. Hace mucho tiempo (y por cierto, los pérfidos plebeyos, entre los cuales me cuento y quizás te cuento a ti también, hemos tenido mucho que ver con esto) que la academia dejó de ser el lugar donde señores rentistas podían desarrollar libremente sus symposia. Para bien y para mal, como todas las cosas de la vida. Trabajamos, recibimos una remuneración (para mí, y supongo que también para ti, imprescindible). Y el trabajo es una carga (aunque hay cargas y cargas: yo prefiero ser académico antes que jornalero de La Vega).” El pasaje, por cierto, no merece comentarios, salvo quizá, reparar que, una vez más, como usted puede constatar, se recurre a esta lógica autoproclamada “plebeya”. No es ésta la única manifestación confusa respecto a qué es la Universidad y cuáles son los motivos que hacen permanecer a nuestros académicos en ella. Otro profesor, de la ex Facultad de Humanidades, también en un acto de sinceramiento a concho, refiriéndose a lo que está pasando en la UDP, me dijo, no hace mucho, que la Universidad le “importaba un culo”. Esto para explicar lo inexplicable: el por qué, a pesar de tanta amargura, igual, seguía ahí.
No comparto este tipo de opiniones, aunque comprendo el desánimo que está detrás. La decisión de retirarme de la Universidad Diego Portales, después de diez y siete años como profesor, por el contrario, obedece a que ésta me importa mucho, y si he estado dispuesto a renunciar a una situación que cualquiera calificaría, sin duda, de excepcional, con perjuicio personal y familiar, es porque todo tiene su límite. El costo de ver truncado dos proyectos de honda significación para mí, el del Instituto y el de la Biblioteca, ha sido alto. Con todo, alcances de índole personal son, en última instancia, prescindibles. Lo fundamental es saber si, en el futuro, estos dos proyectos, que a estas alturas son institucionales y comprometen la palabra de sus autoridades, tienen todavía la posibilidad de prosperar. A propósito, valgan las palabras de Cuadra Lizana, en carta que me dirigiera el 16 de agosto de 2004, en que me dice textualmente lo siguiente: “El programa de Diploma de Honores del Instituto de Estudios Humanísticos es una de las iniciativas claves de la 2da etapa de desarrollo de la Universidad, pues contribuye a fortalecer el compromiso de nuestros mejores alumnos y es una base para la formación de nuestros futuros cuadros académicos. Por tanto, tenemos altas expectativas en el éxito de este programa... Espero que su aplicación, como ocurrió en 2004, sea exitosa y nuestros mejores alumnos se motiven por participar de esta iniciativa tan expresiva del espíritu de la Universidad”. Deseo, desde mi actual incapacidad absoluta de representarle nada al Rector, que otros, sin embargo, le recuerden éste y otros compromisos institucionales que, en su momento, él asumió.
Le he mencionado, al pasar, mi calidad de Bibliotecario de la Universidad. Este es otro asunto medular sobre el cual quisiera que usted tenga pleno conocimiento a fin de entender mi alejamiento de la UDP. El nombramiento en este cargo, también fue iniciativa de Cuadra quien, en su momento, compartió la necesidad de crear una Biblioteca Central que fuese una marca de distinción de la Universidad. Reconozco que no me fue posible adelantar mucho en este sentido. Ejercí el cargo de Bibliotecario de la Universidad durante nueve meses, período en que sólo pude recabar un diagnóstico general de los fondos bibliográficos y que hiciera llegar a los señores Cuadra y Peña, a principios de este año 2005. En dicho “Primer (y, dicho sea de paso, único) Informe de Diagnóstico y Propuesta”, señalé que la Universidad Diego Portales carece de una auténtica biblioteca; que lo que se posee es básicamente un sistema de depósitos de libros afín con la lógica de compras centradas en cada facultad, las cuales acogen las demandas de alumnos y profesores, en atención a las necesidades de los cursos que se imparten; que, por lo mismo, se tienen excesivas duplicaciones y se estaría subsidiando a los alumnos, en algunos casos, sobre la base de adquisiciones en una proporción de un libro por siete estudiantes; que algunas de las dependencias adolecen de graves deficiencias de infraestructura (en particular la biblioteca de Economía, carente de una sala de lectura, y eso que es la facultad con más alumnos, con libros que apenas caben en el lugar donde han sido “temporalmente” destinados, situación que se ha prolongado en exceso y, es más, sometiendo a su personal a trabajar en condiciones insalubres). Por último, señalé e ilustré que la tendencia últimamente, en instituciones tanto públicas como privadas, era invertir y modernizar sus fondos, servicios y espacios dedicados a libros.
Propuse, a continuación una serie de medidas, pienso que moderadas. Por de pronto, sugerí mantener el actual sistema de bibliotecas por facultad, en atención a que, si bien no era óptimo, éste satisfacía las actuales demandas. Ello, sin perjuicio que se podía hacer un catastro de las existencias y detectar vacíos. Señalé también, el buen ejemplo de Arquitectura y Diseño, en que se había privilegiado una política de compras individuales, y no de múltiples copias, lo que había posibilitado, por su parte, crear una biblioteca acotada, extraordinariamente bien versada y completa en las áreas que se quiso, en su momento, ahondar y reforzar. Propuse, además, un Fondo General, previa detectación de las existencias individuales en las bibliotecas por facultad que podrían, eventualmente, formar parte de una Biblioteca Central, y una inversión para nuevas adquisiciones con similar propósito. Solicité para esto último una suma, también, muy módica, de entre 30 a 60 millones de pesos anuales adicionales (una piltrafa si se la compara con otros ítems de diseño superfluo en que gasta la Rectoría y para qué decir la siutiquería esa del “chef”), sin que por ello se afectara la inversión por cada facultad. Por último, insté a que se comenzara a pensar seriamente en un edificio futuro donde albergar este Fondo General; y que este Fondo debería tener un sesgo más cercano a las áreas en que posiblemente se podría, en el futuro, ofrecer programas de postgrado. Claramente, mi intención no era otra que ir moviéndonos con cautela y economía, hacia la fundación de una Biblioteca Central que sirviera de lugar de reunión, un espacio de trabajo, abierto a toda la comunidad, ojalá a estudiosos de fuera de la UDP, como una manera de prestigiarla intelectual y corporativamente.
Eso fueron sintéticamente el Informe y las propuestas. Salvo una reunión con el Rector y el Vicerrector que, en líneas generales, aceptaron verbalmente el diagnóstico y las propuestas, no tuve ninguna otra acogida. Volví, varias veces después, a recordarles de la necesidad de asignarle algún presupuesto a la iniciativa, para que así yo pudiera llamar y motivar a distintos académicos y se comenzara a formar el Fondo General y entrar a invertir en las necesidades más urgentes. Lamentablemente, sin embargo, no obtuve ni un peso durante estos nueve meses para dicho Fondo General y, por ende, no pude comprar ni un solo libro durante todo ese tiempo. Tampoco se publicó en el primer número de la RevistaUDP -pensamiento y cultura- un artículo mío, solicitado y entregado a Matías Rivas Undurraga, con el título alusivo: “¿Qué es una biblioteca?”
Usted comprenderá don Manuel que, dado este escenario, más el cierre de la Facultad de Humanidades, no tenía mucho sentido seguir en los dos cargos que se me habían confiado. Obviamente, las condiciones y los términos originales bajo los cuales se me había contratado, ya no eran tales. Desde comienzos de este año 2005, me quedó claro que la Universidad había hecho un giro. Las intenciones planteadas con anterioridad habían perdido vigencia, si es que no habían sido desechadas del todo. De ahí que, inicialmente, cuando recién estalló el tema del cierre de la Facultad, estuve de acuerdo, y así se lo manifesté a Cuadra y a Peña, en seguir en la UDP pero en calidad de simple profesor. Cuestión que, en menos de una semana y dado el ambiente enrarecido que se produjo de ahí en adelante, con amenazas incluidas, tuve que desechar rápidamente, decidiendo no continuar en la Universidad en cualquiera modalidad. Como le dije a Peña personalmente, yo había perdido toda confianza en él y en Cuadra. No pude ser más claro en este punto. Si no presenté mi renuncia en el instante, mi intención inicial, es porque faltaban casi dos meses para que terminara el semestre, tenía dos cursos en proceso (en la carrera de Historia y el Seminario Troncal en el Diplomado de Honores), sólo algunos de los alumnos de la Promoción 2004 habían presentado sus tesis, y, para serle muy franco, no les iba a dar en el gusto a las autoridades quienes, por mucho que uno de ellos me repitiera, una y otra vez, que quería que yo siguiera, el otro me enviaba recados de índole muy distinta. Consideré, pues, que mi responsabilidad última era terminar el semestre, evaluar los trabajos de todos los alumnos de la Promoción 2004 como correspondía, y revisar, por último, los proyectos de tesis de la Promoción 2005. Afortunadamente, los buenos oficios del señor Secretario General de la Universidad, don José Julio León, posibilitaron el término de mis funciones en la Universidad al inicio de este semestre todavía en curso.
Me disculpará la minucia y el detalle con que he debido referirme a todo este desgraciado episodio, y que aún debo seguir detallando. Como usted mismo lo dijera públicamente, alguna vez, la Universidad es un circo de tres pistas. El punto es que, hasta ahora, no se había hecho evidente. Debe ser porque la UDP pasa, actualmente, por una seria crisis en su más sensible núcleo, el académico, ciertamente el que mejor conozco, y donde, al final de cuentas, todo repercute y termina por evidenciarse.
En esta primera pista, la académica, es obvio que se ha perdido el foco. Muchos de los programas que se imparten son notoriamente de muy baja calidad (¡algo más que 450 puntos para entrar en algunos de ellos por vía de admisiones especiales que no se acreditan ante las autoridades educacionales correspondientes!), a la vez que los costos se han vuelto cada vez más caros para los alumnos, con lo cual la UDP ha ido perdiendo competitividad. El costo de estudiar Historia en la UDP (tengo entendido que es la carrera en dicho rubro más cara del país) no se condice con la calidad que ahí se imparte, cuestión que, por cierto, me consta. La debilidad en postgrados ya ha sido notada, desde luego, por las instancias nacionales de acreditación, castigándose a la UDP por esta flagrante deficiencia. Se han cerrado numerosas carreras, y este año se estudió el cierre de otras más. El caso de Teatro, por lo que a mí me tocó presenciar, ha sido patético: entre que lo cierran y lo dejan como está, a duras penas. Mi experiencia en Derecho, donde estuve asociado por cerca de quince años, es que los alumnos han venido descendiendo progresivamente en excelencia, y eso que, alguna vez, dicha Facultad, la mejor de todas en la UDP, compitió seriamente un segundo lugar nacional con la Universidad Católica. Las ingenierías apenas llenaron los cupos el año recién pasado. Es más, hoy en día, universidades como la Alberto Hurtado, Adolfo Ibáñez, Los Andes, y hasta incluso la Andrés Bello, se perfilan mucho más activas si es que no mejores, atraen a alumnos de colegios de alto rendimiento, y muestran fuertes inversiones en nuevas áreas, especialmente a nivel de postgrado.
Una segunda pista, la económica, también manifiesta signos preocupantes. No es ningún secreto, la prensa (ver diario La Nación del 24 de octubre del 2004) se ha encargado de informarnos, incluso a quienes estábamos dentro de la Universidad, de sueldos millonarios que superarían los $ 20 millones mensuales para el Rector, y de retiros de montos también altísimos a través de personas y sociedades para otros altos funcionarios y, además, el Rector. Por cierto, sobresueldos que han sido desmentidos, pero como el mismo señor Cuadra ha debido reconocer, en carta dirigida a todos los profesores de la UDP (del 25 de noviembre de 2004), no se han aplacado las “suspicacias”. Sumémosle a todo ello lo que suele escucharse en los pasillos de la Universidad: los déficit en el plan de infraestructura, la tardanza inexplicable de los balances, el despido reciente de altas autoridades a cuyo cargo estaba el área financiera, y el cierre de la gerencia de finanzas con intervención a través de un señor que sería el contador personal del rector Cuadra.
Lamentablemente, no es todo. La Universidad posee, además, una tercera pista, no necesariamente la más visible, aunque sí la que hace posible la debida convivencia entre académicos, estudiantes y autoridades. La pista de más alto riesgo, y donde cualquier falla humana nos hace perder el equilibrio, si hemos de seguir con la metáfora circense, que le recuerdo es suya, no mía. En efecto, hay también, una crisis de convivencia al interior de la Universidad. Advierto, desde hace tiempo, una obsecuencia para con la autoridad central de parte de los académicos, que no se condice con la libertad que exige la actividad intelectual. Una docilidad, hipersensible a los humores, cambios de ánimo, y algunas veces, erráticas medidas dictadas desde la Rectoría, y, cuando llegó Peña, desde la Vicerrectoría Académica; bajo el anterior Vicerrector José Julio León la situación era muy distinta. La obsesión por cómo se perfilan quienes entran en el juego del poder, las subidas y bajadas de peldaño en el gallinero ése, y cómo se han ido alejando sistemáticamente a los Pío Valdés, los Tuttelers, los Recabarrenes, los Lizamas, los Cubillos, los Horacios Ríos --hay otros más, muchos de ellos personas que usted mismo trajo a la Universidad--, concita en la UDP una desmesurada atención de parte de la comunidad general, mayor a veces, incluso, que lo que se dedica a avanzar el conocimiento y la reflexión. A propósito, valga lo que hace años atrás el historiador argentino, Tulio Halperín, me dijera, que los académicos son unos políticos frustrados. De ser cierto es obvio que con la llegada de Cuadra a la UDP el fenómeno se ha ido exponenciando, como también las "bajas" que han ido quedando en el camino. Si hay alguien que es por sobre todo un político, es Cuadra, claro sí, que adiestrado durante una dictadura, y cercano, pues, a lógicas como aquella de que no se mueve una hoja sin que --sabemos quién--, lo sepa. En este sentido, es curioso constatar que Cuadra ya “eliminó” a todos los Vicerrectores que estaban en sus cargos cuando él se hizo del cargo de Rector.
Aprovecho la ocasión, ya que estamos tocando este delicado punto, para reconocer que me equivoqué avalando públicamente y en la propia Universidad, a Cuadra, suponiendo que por ser inteligente y había tolerado críticas mías a la dictadura, en privado, siendo él funcionario, podía ser rector. Admito que fue un error torpe de mi parte basarme en apreciaciones estrictamente personales sin medir las consecuencias y el desprestigio que podían afectar a la UDP nombrándose a una persona no idónea para dirigirla. El señor Cuadra no es un académico, no tiene preparación en dicho sentido; eso es obvio. Más grave aún, su pasado político periódicamente vuelve a ser objeto de reparos. En estos últimos días, se le acusa públicamente de responsabilidad en posibles actos de encubrimiento referentes a delitos, todavía impunes, que tuvieron lugar durante uno de los períodos de más dura represión. Su credibilidad ha sido puesta en seria duda, además, en épocas más recientes, significándole procesamientos judiciales, condena y cárcel. Todo lo cual, me consta, ha repercutido directamente en el buen funcionamiento de la Universidad. En varias ocasiones, me vi, en mi calidad de Director del Instituto de Estudios Humanísticos, en la necesidad de tener que aceptar la objeción de personas invitadas que rehusaron participar en eventos programados por el Instituto; y si, en un caso en particular, se me aceptó dicha invitación, al inaugurarse el Instituto, fue estrictamente en atención a que yo estaba de por medio, y tuve que garantizar que el señor Cuadra no se iba a sentar en la misma mesa con el invitado. Por consiguiente, me pregunto si es conveniente y razonable que se den este tipo de situaciones que, en efecto, comprometen a la Universidad. Se ha hecho el reparo, para con los partidos políticos de derecha, que éstos sean presididos por ex funcionarios de la dictadura. ¡Con cuánta mayor razón, entonces, el alcance es válido para instituciones académicas!
Concordemos, pues, que personalizar a ésta con su Rector daña seriamente su imagen pública. Otro tanto repercute al interior de la Universidad. No es ningún secreto que dentro de la UDP hay temor por causa de las excesivas medidas de seguridad bajo las cuales se tiene que trabajar. Ya he aludido a las advertencias que he recibido. Funcionarios, directivos, académicos y estudiantes resienten el hecho de que se les pueda estar grabando mediante las cámaras de televisión que están repartidas por toda la Universidad, que los teléfonos de la Universidad pudieran estar pinchados, o como se dice abiertamente, la UDP sería la única Universidad en la que su rector andaría con guardaespaldas. Pero, sin duda, el temor más generalizado es sufrir represalias porque se disiente, como fue mi caso, el caer en desgracia, perder la "pega", y como se desprende oblicuamente de los dichos de Sabrovsky, terminar siendo un burro de carga en La Vega Central. Obviamente, esto rara vez trasciende fuera de la Universidad. El temor se retroalimenta, y nadie está dispuesto a reconocer públicamente que se trabaja en condiciones serviles.
Como usted puede ver, don Manuel, fue un conjunto de razones las que motivaron mi salida de la UDP. Muchas de ellas responden a dictados de mercado, lógicas centralistas, y desprecio para con las Humanidades, que la autoridad pública ha ido imponiendo, y que la dirección de la UDP ha aceptado acríticamente. Otras obedecen a tratos y maneras de ejercer el poder en una institución que debería estar abocada a otras preocupaciones más nobles. Por último, le he hecho ver, espero, el decaimiento que se percibe, interna y públicamente, respecto de la calidad de la Universidad y la manera como se la estaría conduciendo académica, económica y humanamente de un tiempo a esta parte.
Le escribo a usted por la confianza y respeto que concita y que hacen de su persona una conciencia ética en la institución que usted ayudó a fundar y dirigió por más de dos décadas, aunque dado el tenor general de mis apreciaciones, creo conveniente hacerles llegar una copia de esta carta, también, a los más altos directivos de la Universidad.
Lamento haber tenido que alejarme de la Universidad Diego Portales, y tener que representarle estas graves situaciones. Es que no sólo me preocupa lo ya ocurrido. Me preocupa sobremanera el futuro de los dos proyectos que, en su momento, se me confiaron, y la suerte de los académicos asociados aún a ellos, como también la de mis ex alumnos. Créame: espero lo mejor para la Universidad y las otras instituciones abocadas a este noble, es decir, no plebeyo, propósito. La iniciativa educacional privada en Chile, sin embargo, tiene mucho que recorrer todavía para afianzarse y legitimarse. Creo todavía en esta posibilidad, a pesar de la gravedad de lo que está ocurriendo en la UDP, una institución excepcional hasta ahora, y que no puede confundirse con sus autoridades de turno, menos si son un desprestigio público. Le escribo, pues, bajo el entendido de que los testimonios y diagnósticos, por muy críticos que sean, admiten ser escuchados si lo que los anima es un honesto sentido de bien. Juzgue usted.
Lo saluda muy atentamente,
ALFREDO JOCELYN-HOLT LETELIER
c.c. Roberto de Andraca Barbas, Otto Dorr Zegers, Ernesto Barreda Fabres, Gabriel del Real Correa, Eduardo Rodríguez Guarachi, Jorge Desormeaux Jiménez, José Julio León Reyes, Mathías Klotz Germain, Fernando Monckeberg Barros, Juan Pablo Toro Cifuentes, Cristóbal Marín Correa, Cecilia García Huidobro Mac Auliffe, Andrés Cuneo Macchiavello, Miguel León Núñez, Nicanor Parra.

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