Lumen Gentium en América Latina por Ronaldo Muñoz ss.cc





1) DOS MODELOS DE IGLESIA EN UNA SOCIEDAD MARCADAMENTE DUAL

El Concilio Vaticano II no ha llegado a Latinoamérica como un meteoro, que hubiera caído del cielo sobre los países centrales del occidente nordatlántico, rebotando de allí hasta nosotros.

Si bien ese Concilio se gestó principalmente en Europa occidental, la recepción del Concilio y la renovación postconciliar en las iglesias católicas de América Latina tienen también raíces autóctonas, y prolongan una historia multisecular de interacción entre lo transplantado y lo nativo.

Una historia en la que la periferia latinoamericana de la Iglesia católica va tomando lentamente -y con aceleración desde la segunda guerra mundial- niveles más significativos de fidelidad creativa y vida propia [1] .

Si eso vale para los temas mayores y los documentos principales del Vaticano II, vale de modo especialmente claro en lo que toca a la vivencia y actuación de la Iglesia de Jesucristo. Es decir, en el asunto tratado sistemáticamente por la constitución conciliar “Lumen Gentium”; y más concretamente, en los dos temas mayores de ese documento, al mismo tiempo los más nuevos en la eclesiología católica postridentina y los de más profundas raíces bíblicas: el Pueblo de Dios (con la participación activa y corres- ponsable de todos los bautizados) y la Comunión fraterna (con afecto, prácticas y estructuras fraternas en todos los niveles).
Pero aquí es necesario tener en cuenta de partida, que tanto la eclesiología de la “Lumen Gentium” como la sociedad latinoamericana y la Iglesia católica inserta en ella, son realidades claramente duales.

Por un lado, parece ya comúnmente aceptado por los estudiosos que en la “Lumen Gentium” se yuxtaponen en tensión no resuelta dos modelos o paradigmas de Iglesia: uno en primer plano, que se recupera de la Tradición larga, bíblica y patrística, de la Iglesia como Pueblo de Dios y comunidad fraterna; y otro en segundo plano, que se mantiene (con fuerza vinculante) de la tradición corta, contra-reformada y anti-moderna, de la Iglesia como “ Sociedad perfecta” y Jerarquía [2] .

Y por otro lado, en “Latinoamérica”, una sociedad y una Iglesia también duales, original y persistentemente: con un sector minoritario, oficial –blanco- colonial y oligárquico; y un sector mayoritario, popular -indígena, negro o mestizo- colonizado y subalterno [3] . Si bien, desde el segundo tercio del siglo recién pasado, esa dualidad tan asimétrica comienza a ser superada: por las luchas reivindicativas de sectores populares, por la emergencia de sectores medios de ideario democrático, así como por la nueva conciencia social y la “opción por los pobres” de sectores importantes de la Iglesia. Y luego, con las dictaduras militares y la hegemonía ideológica y política del gran empresariado globalizado, junto con la nueva (geo)política del gobierno central de la Iglesia católica [4] , viene la involución que conocemos: social y política, cultural y eclesiástica.
En esta breve contribución -que por razones de fidelidad cristiana y honestidad intelectual (histórica y teológica) no es posible desarrollar aquí- he tomado la opción de privilegiar, por un lado, el modelo eclesiológico de tradición larga, del Pueblo de Dios y la Comunión fraterna. Y por otro lado, más histórica y concretamente, la opción de focalizar en la sociedad latinoamericana el sector mayoritario, popular, así como la iglesia más comunitaria, que –en forma desigual y no sin dificultades- viene surgiendo y desarrollándose en esos mismos sectores oprimidos o excluidos, con el apoyo de los pastores y las pastoras que se les hacen más “prójimos”.

2) MATRIZ HISTÓRICA Y CONTEXTO SOCIO-CULTURAL
En dicha perspectiva, necesitamos aquí evocar un poco más concretamente la matriz histórica y el contexto socio-cultural de los procesos de la Iglesia latinoamericana al recibir, en los últimos 40 años, el influjo del Vaticano II -y en particular de la “Lumen Gentium”- recreándolo en nuestra realidad. [5]
Se trata de procesos de aprendizaje, de caminos de crecimiento e integración, que durante 500 años han sido recorridos por los emprobrecidos de nuestro Continente, entre confrontaciones y encuentros, entre asimilaciones y resistencias. Como pueblos herederos y actores subalternos que han sido de una historia enmarcada en la violencia.
La violencia de la conquista y el despojo, de la explotación y la exclusión.
Por eso, en temas de religión, fe y cultura, no podemos separar la tradición cristiana, que llegó al Continente en su inculturación y sincretismo occidental -y más precisamente, latino-germano-árabe- de su inculturación popular ibero-americana de raíces más o menos violentas, con sus mestizajes aborígenes y africanos.
No podemos desconocer esos “ríos profundos”, los que pasan por los tres siglos coloniales y esclavistas; los que atraviesan los dos siglos coloniales y clasistas, dominados por élites pudientes más o menos católico-tridentinas o “ilustradas”. Ríos que emergen con fuerza, no sólo en las fiestas y los ritos populares, sino en una larga serie de luchas campesinas y obreras con variada presencia de la fe y esperanza cristianas; luchas a menudo brutalmente reprimidas por el poder establecido.
No podemos desconocer esa matriz histórica, de pueblos ancestralmente comunitarios, quinientos años oprimidos y porfiadamente solidarios. Así como hoy en día, no podemos cerrar los ojos ni el corazón a las rápidas y profundas transformaciones socio-económicas, culturales y religiosas -especialmente entre los jóvenes- bajo el impacto mercantil y mediático de la nueva economía y cultura global de masas, y con la llegada de nuevos movimientos religiosos -cristianos o para-cristianos- de corte más fundamentalista y sectario. Economía y cultura progresivamente globalizadas, que nos llegan principalmente de Estados Unidos de Norteamérica, las que junto con retazos de progreso científico-técnico, nos venden la obsesión competitiva y el individualismo posesivo. Y éstos, después de las dictaduras militares, nos siguen erosionando el tejido social y la conciencia ciudadana, y vaciando de contenido lo tan costosamente ganado en democracia política y económica.

3) LA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XX
Esos han sido la matriz histórica y el contexto de la renovación de la Iglesia católica en Latinoamérica desde mediados del siglo recién pasado.
En los años 50, 60 y primeros 70, esa renovación va caminando: por el despertar social y eclesial de significativos grupos de laicos, estudiantes y profesionales, obreros y campesinos; por la reorientación comunitaria y misionera de muchas parroquias de sectores populares, a menudo aprendiendo de las pequeñas iglesias pentecostales; por la renovación espiritual y comunitaria, y la opción por los pobres de sectores importantes de las congregaciones religiosas; así como por la formación y primer desarrollo, en sectores populares urbanos y rurales, de las “comunidades eclesiales de base”. Todo ello inspirado y sostenido por la renovación bíblica y litúrgica, y creativamente impulsado por una generación de obispos visionarios, que vivieron el Concilio Vaticano II (1962-65) y protagonizaron la Conferencia continental de Medellín (1968).
En los años 70, 80 y primeros 90, la misma Iglesia Latinoamericana, que camina ahora más comprometida con el pueblo de los pobres, es sacudida con el pueblo y debe profundizar su seguimiento de Jesús, con la llegada de las dictaduras militares (a menudo apoyadas por sectores reaccionarios de la Jerarquía católica) y sus políticas económicas de “shock” (dictadas por los centros intelectuales y financieros del capitalismo luego mundializado). En ese período, las comunidades de base se amplían y se multiplican, acogiendo y acompañando a los brutalmente reprimidos y empobrecidos, así como apoyando en lo posible lo que va quedando del tejido social.
Entonces las mismas comunidades, con sus pastores, las religiosas e innumerables líderes laicos, deben aprender la compasión con los excluidos y amenazados de muerte; deben aprender la lucidez y el coraje de la denuncia profética y la radicalidad del seguimiento de Jesús y el testimonio de la esperanza, en la persecución, a menudo hasta el martirio.
Por último, los años 90 y primeros 2000, han sido años de una relativa recuperación democrática, bastante desigual en los distintos países, con una reducción importante del terrorismo de Estado. Pero al mismo tiempo, años en que los niveles de empobrecimiento se mantienen o crecen, se ensancha escandalosamente la brecha entre ricos y pobres, y se hace más evidente la subordinación del poder político nacional al poder económico, cada vez más globalizado y por encima de cualquier orden jurídico democrático. Todo ello -con las implicancias sociales, culturales y éticas ya señaladas- ha llevado a muchos líderes sociales y eclesiales a una cierta perplejidad, cuando no a un repliegue conservador de tipo sectario, o un acomodo pragmático al individualismo privatizador imperante. Sin embargo, muchas comunidades de base entre los pobres, muchas parroquias y equipos eclesiales que las acompañan -en forma desigual, según el apoyo o la desconfianza de los pastores- siguen caminando y madurando, y en algunas áreas, multiplicándose. Siguen buscando nuevas respuestas a la luz del Evangelio, procurando escuchar los llamados del Espíritu a través de los nuevos “signos de los tiempos”. Porque, atravesando las comunidades, las iglesias, y más allá de las mismas, en estos años 2000 se observa en muchos jóvenes y mayores, un despertar de conciencia crítica y de sueños de un mundo diferente, un multiplicarse las vocaciones de servicio y el compromiso voluntario en diversas actividades y movimientos solidarios, si bien todavía con escasa proyección política hacia cambios más estructurales y duraderos.
4) EL INTERÉS ACTUAL DE LA “ RECEPCIÓN” DE LA “LUMEN GENTIUM”
Ahora bien, en este camino más plural y más largo que se nos abre en el nuevo siglo, con nuevos desafíos y nuevas oportunidades, creemos y esperamos con fundamento que las iglesias cristianas -especialmente por sus redes de comunidades fraternas entre los pobres de la tierra- están llamadas, en fidelidad al Evangelio y al Espíritu, a entregar su aporte, no exclusivo pero insustituible, con visitas a una sociedad local y global más vivible y más humana, más justa y fraterna, para todas las personas y todos los pueblos, para todas las culturas, en armonía con la creación. Todo arraigado en una auténtica experiencia del Dios vivo, como la de nuestro Jesús, empeñados en que “venga el reinado” de ese Padre universal, al viento de su Espíritu, “en la tierra como en el cielo”.
Por eso, para prolongar en esa dirección el camino que llevamos desde los años 50, nosotros, cristianos católicos de esta América indo-afro-latina -Pueblo de Dios y comunidades en seguimiento de Jesús, dóciles al viento siempre nuevo del Espíritu- necesitamos seguir “recibiendo” y profundizando esa Carta Magna eclesial y eclesiológica que es la “Lumen Gentium”. Esta, junto a la “Dei Verbum” (sobre la lectura bíblica) y la “Gaudium et Spes” (sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo), integra el legado más precioso que nos ha dejado ese “Nuevo Pentecostés” del Concilio Vaticano II.
Para ello, necesitamos analizar más de cerca cómo se ha dado esa “recepción” de la “Lumen Gentium” en el camino post-conciliar de la Iglesia latinoamericana. Camino que aquí hemos querido iluminar desde sus raíces hasta su contexto actual, para recordar luego los antecedentes más próximos, desde los años 50, antes de concentrarnos -siempre muy brevemente- en los 40 años del mismo período postconciliar.
Pero antes, conviene explicar que en la eclesiología católica el término “recepción” suele tener un sentido técnico. Así, el P. Yves Congar -tal vez el más grande eclesiólogo católico y ecuménico del siglo XX, y uno de los principales redactores del capítulo de la “Lumen Gentium” sobre el Pueblo de Dios- habla de la recepción como “el proceso por el que el cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su propia vida”[6] ; o bien -me atrevo a explicar- reconociendo en el texto doctrinal emitido, un lenguaje que interpreta su propia experiencia de fe (sensus fidelium). Citando esa definición de Congar, el teólogo laico Luis Martínez comenta: “La categoría de recepción corresponde al proceso de asimilación vital que hace la comunidad cristiana de verdades y normas emanadas del Magisterio... En el ejercicio de la recepción, la comunidad hace suyo o no un dato eclesial, una normativa concreta, una práctica litúrgica, etc.” [7] . Es decir, que la Iglesia Pueblo de Dios, sus comunidades más concretas con sus propios pastores y pastoras, reciben (deben recibir) los documentos y determinaciones del Magisterio jerárquico mediante un “discernimiento espiritual”, a la luz de su propia realidad y experiencia creyente [8] .
En el caso de la “recepción” de la Lumen Gentium por parte de la Iglesia latinoamericana que pasa por (y se sigue inspirado en) Medellín, Puebla y Santo Domingo, ese proceso se da -como lo avanzábamos arriba- en una determinada perspectiva histórica y social: la de las mayorías populares. Y esto, no sólo porque son mayoría, o porque serían moralmente mejores, sino sencillamente por “la evangélica opción preferencial por los pobres”. Esa perspectiva tiñe, pues, nuestra comprensión de “pueblo” y de “Pueblo de Dios”, categoría bíblica y eclesiológica que reconocemos central en la “Lumen Gentium”. Y por otro lado -complementariamente– nuestra práctica fraterna, desde la calidez afectiva de los pobres que se expresa en nuestras comunidades de base, y buscando atravesar todos los niveles de la Iglesia, así como nuestra profundización teológica en el “misterio” de la misma Iglesia, nos llevan a poner en el centro de la vida eclesial, no el orden societario y jerárquico, sino la Comunión fraterna. Pensamos, a la luz del Evangelio, que esta comunión fraterna -mucho antes que el orden jerárquico- tiene su referente en la práctica de Jesús y su raíz en el misterio trinitario de Dios Amor; práctica y misterio de los que la Iglesia, en todos sus niveles, ha de ser “sacramento” (signo visible y herramienta) en la historia y sociedad humana. “Pueblo de Dios” y “Comunión fraterna”, pueblo de los pobres y comunidades concretas “de dimensión humana”: ésos son los dos términos-clave que empleamos ahora para avanzar en nuestro tema, los que nos parecen resumir lo más bíblico y lo más actual del documento conciliar.
A continuación, vamos a adentrarnos, pues, en esa “recepción” latinoamericana de la Lumen Gentium. Lo haremos en dos momentos, como abriendo las dos hojas de la misma puerta, o disfrutando las dos mitades de la misma naranja: primero, presentando a grandes rasgos la lectura latinoamericana del documento conciliar; y luego, la aplicación creativa del mismo al camino eclesial del Continente, aplicación verificada a través de esas tres Conferencias postconciliares del Episcopado latinoamericano: Medellín, Puebla y Santo Domingo[9] .
5. LA IGLESIA PUEBLO Y COMUNIDAD SEGÚN EL CONCILIO
Sabemos que en el segundo tercio del siglo XX, en la Iglesia católica de Europa occidental -y por su influjo, también en sectores de la Iglesia latinoamericana- se fue operando un redescubrimiento de la Iglesia misma como Pueblo de Dios y Comunidad fraterna al servicio de la humanidad. Allí influyeron, por una parte, las nuevas experiencias sociales e históricas, y por otra, los estudios bíblicos y el mejor conocimiento de la Historia de la Iglesia, con su influjo en la formación de sacerdotes, religiosas y movimientos laicales. Sabemos que el Concilio Vaticano II recogió ese redescubrimiento, y le dió una proyección universal para la Iglesia católica y su servicio en el mundo de hoy.
Con el Vaticano II, la Jerarquía eclesiástica, con sus poderes propios (para la doctrina, los sacramentos y el gobierno pastoral), queda claramente relativizada, al menos en principio. Y esto, en una doble dirección: en relación a Jesucristo resucitado, “Luz de las gentes” y único Señor y Sujeto trascendente de la Iglesia, y en relación al Pueblo creyente: todo entero enseñado y enviado como testigo por el Espíritu del Señor; todo entero consagrado para el sacerdocio fundamental de los cristianos, el de la vida diaria en el amor; y todo entero participativo y creativo en la tarea del reinado de Dios, para la salvación del mundo. [10]
En esa línea, el Concilio subraya básicamente estas tres dimensiones: (1) El carácter esencialmente comunitario y fraternal de la vida cristiana, y de la esperanza del reino de Dios que la atraviesa. Vida y esperanza comunitarias que deben expresarse en la solidaridad afectiva y efectiva, en la liturgia y el testimonio, y en la orientación del servicio al mundo. (2) El sentido y el modo ministeriales de todos los carismas y las funciones que se dan en el Pueblo de Dios. Carismas y funciones que sólo pueden entenderse y practicarse en fidelidad como dones del Espíritu para el servicio humilde de la comunidad eclesial y de su misión en el mundo. Y (3), que esa comunidad debe ser servida para crecer constantemente en comunión y participación: en el compartir fraterno, y la corresponsabilidad deliberante y activa; de las personas en las comunidades locales, y de éstas en la Comunidad mayor.
Sólo en fidelidad práctica y creativa a esas tres dimensiones, o en la medida de esa fidelidad, podrá la Iglesia misma servir a los pueblos de la tierra, en la línea de la vocación universal que éstos han recibido de hacerse -en Cristo y por el Espíritu- Reino de fraternidad y Familia de Dios trinitario. Sólo así podrá la Iglesia aparecer en la historia humana “como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Sólo mediante ese “opus operatum”, podrá la misma Iglesia ser efectivamente “sacramento, o sea signo e instrumento, de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” [11] .
En un nivel más práctico, lo anterior implica estas tres necesidades imperativas: (1) Que cada persona y cada familia cristiana, necesita y tiene derecho a poder reconocerse y participar activamente en una comunidad eclesial concreta. (2) Que un conjunto más o menos amplio de esas comunidades, con sus legítimas diferencias, debe articularse dinámicamente en una Comunidad eclesial mayor, en un espacio geográfico más extenso pero con una cierta unidad sociológica, como “Iglesia particular” servida en su comunión y participación por el ministerio de los pastores. Y (3) que en la Iglesia todos los ministerios, en todos lo niveles -desde la comunidad de base hasta la Comunidad católica servida por el Sucesor de Pedro- deben entenderse y practicarse en “colegialidad”, es decir, en corresponsabilidad corporativa, con afecto, prácticas y estructuras, de hermanos y “colegas” en el común servicio del Pueblo de Dios [12] .


6) LA IGLESIA PUEBLO Y COMUNIDAD EN AMÉRICA LATINA
En América Latina y el Caribe, la conversión eclesial impulsada por el Vaticano II ha debido entenderse y llevarse adelante en un “mundo” de grandes mayorías oprimidas e injustamente empobrecidas; mayorías, al mismo tiempo, de raíces culturales solidarias y comunitarias, y de profunda fe religiosa y cristiana. Sobre este terreno, en la Iglesia católica del continente, el nuevo horizonte del Concilio refuerza aquí tres líneas que en varios países vienen de más atrás: la nueva conciencia social y política de sectores laicales, la pastoral popular que se renueva con la Biblia y el sentido comunitario, y las comunidades religiosas que redescubren su vocación de pobreza evangélica y solidaridad con los pobres. En este contexto socio-económico, cultural y religioso, por una parte la Iglesia postconciliar, en su personal consagrado y sus organismos más cercanos a las bases, viene profundizando su movimiento de solidaridad con los pobres y de encarnación en su mundo; y por otra parte, los mismos pobres vienen ocupando activamente los espacios de esa Iglesia y apropiándose de su mensaje.
En ese camino de reencuentro, el tema bíblico del Pueblo de Dios, actualizado por el Concilio, sirve a la nueva Iglesia de los pobres para reconocerse en sus raíces y animar su esperanza. Y eso, en referencia a estos tres grandes “tiempos” de la tradición bíblica: (1) En continuidad con ese pueblo humilde y oprimido del Antiguo Testamento: liberado por el Dios del éxodo, reivindicado y animado por el Dios de los profetas, escuchado por el Dios de los salmistas. (2) En continuidad con esa muchedumbre empobrecida y despreciada de los relatos evangélicos: buscada, atendida y evangelizada por el Mesías Jesús de Nazaret, y que con sus heridas y ambigüedades sabe responderle con fe, buscarlo y seguirlo. Y (3) en continuidad con esas comunidades pobres e indefensas de los Hechos, las cartas y el Apocalipsis, convocadas por el testimonio apostólico y el Espíritu del Resucitado: las que por el mismo Espíritu Santo viven la oración filial y el amor fraterno, reconociendo a Jesucristo vivo en el compartir el pan; las mismas que practican la comunión de bienes y de ministerios, y asumen solidariamente el servicio a los más pobres con el anuncio misionero del Evangelio.
En esas tradiciones eclesiales del Nuevo Testamento se inspiran más especialmente las Comunidades de Base entre los mismos pobres; así como toda la corriente comunitaria y solidaria con los pobres que, pasando en buena parte por esas Comunidades, viene renovando a amplios sectores de la Iglesia católica latinoamericana, en todos sus niveles, ministerios y organismos: en forma desigual y no sin regresiones y conflictos, como en la misma Iglesia del Nuevo Testamento. Camino de renovación eclesial y solidaria -de sustrato popular e inspiración bíblica- que ha sido impulsado y apoyado por innumerables pastores, misioneros y comunidades religiosas; ha sido animado y sostenido ya por generaciones de laicos, sobre todo mujeres, con su fe profunda y calidez fraterna, su solidaridad creativa y sufrida perseverancia; y ha sido regado con la sangre de muchedumbre de mártires.



7. COMUNION Y PARTICIPACION DESDE LAS BASES: MEDELLIN Y PUEBLA
Ese es el camino -eclesial y eclesiológico- que fue recogido, discernido e impulsado por las Conferencias del Episcopado latinoamericano en Medellín y Puebla. La Conferencia de Medellín (Colombia) en 1968, llama a la solidaridad de toda la Iglesia con el pueblo pobre y marginado, anima la misión evangelizadora y liberadora de la misma Iglesia, y promueve una pastoral de conjunto a partir de las Comunidades de Base, en la perspectiva de una eclesiología de comunión. Inspirándose en el Concilio, y recogiendo las experiencias ya encaminadas en varias regiones del continente, Medellín afirma más concretamente: que “la vivencia de comunión a que ha sido llamado, debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base”; que “la comunidad cristiana de base es el primero y fundamental núcleo eclesial”; y anima a que “los miembros de esas comunidades... ejerciten las funciones que Dios les ha confiado -sacerdotal, profética y real- y hagan así de su comunidad un signo de la presencia de Dios en el mundo” [13] .
En forma consecuente, el citado capítulo de Medellín continúa afirmando que esta visión “nos lleva a hacer de la parroquia un conjunto pastoral vivificador y unificador de las comunidades de base”. Recuerda que “la comunidad parroquial forma parte de una unidad más amplia”. Sostiene con el Concilio que la diócesis, como “porción del Pueblo de Dios presidida por un obispo”, constituye “una Iglesia Particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica”. E insiste en que el obispo debe ser asistido por el Consejo Presbiteral, y ojalá por un Consejo Pastoral representativo del Pueblo de Dios en su diversidad [14] .
Por último, el mismo capítulo de Medellín urge la aplicación práctica de la doctrina del Concilio sobre la colegialidad episcopal, concretamente a través de las Conferencias Episcopales en cada país o región. Exhorta a que “procuren las Conferencias Episcopales que la voz de los respectivos presbiterios y del laicado del país llegue fielmente hasta ellas; asimismo, tengan una más estrecha y operante integración con la Confederación de Superiores Mayores Religiosos...” y termina indicando que “para vivir profundamente el espíritu católico, estarán las Conferencias Episcopales en contacto, no sólo con el Romano Pontífice y los organismos de la Santa Sede, sino también con las Iglesias de otros continentes, tanto para la mutua edificación de las Iglesias, como para la promoción de la justicia y la paz en el mundo” [15] .
Esa misma experiencia y visión comunitaria de la Iglesia entera, desde la fe y el amor que viven y comunican sus comunidades de base en los pueblos pobres, es profundizada por la Conferencia de Puebla (México) en 1979. Esta lo hace en función de la urgente evangelización liberadora de nuestros pueblos oprimidos, y a la luz de un tema profundamente teológico: la vocación universal a la comunión y participación. Leamos este pasaje, que introduce la tercera parte del Documento de Puebla: “La Iglesia evangelizadora tiene esta misión: predicar la conversión, liberar al hombre e impulsarlo hacia el misterio de comunión con la Trinidad y de comunión con los hermanos, transformándolos en agentes cooperadores del designio de Dios... Cada bautizado se siente atraído por el Espíritu de Amor, quien lo impulsa a salir de sí mismo, a abrirse a los hermanos y a vivir en comunidad. En la unión entre nosotros se hace presente el Señor Jesús resucitado que celebra su Pascua en América Latina... Desde estos centros de evangelización, el Pueblo de Dios en la historia, por el dinamismo del Espíritu y la participación de los cristianos, va creciendo en gracia y santidad” [16] .
Entre los diversos “centros de comunión y participación” que edifican la Iglesia y llevan adelante su misión evangelizadora, el Documento de Puebla reafirma, en múltiples contextos, la importancia fundamental de las comunidades de base. Leamos estos pasajes: “Como pastores, queremos decididamente promover, orientar y acompañar las Comunidades eclesiales de base, según el espíritu de Medellín y los criterios de la ‘Evangelii Nuntiandi’”. “Los cristianos unidos en Comunidades eclesiales de base, fomentando su adhesión a Cristo, procuran una vida más evangélica en el seno del pueblo, colaboran para interpelar las raíces egoístas y consumistas de la sociedad, y explicitan la vocación de comunión con Dios y con los hermanos, ofreciendo un valioso punto de partida en la construcción de una nueva sociedad, ‘la civilización del amor’. Las Comunidades eclesiales de base son expresión del amor preferente de la Iglesia por el pueblo sencillo; en ellas se expresa, valora y purifica su religiosidad, y se le da posibilidad concreta de participación en la tarea eclesial y en el compromiso de transformar el mundo”. “El compromiso con los pobres y los oprimidos y el surgimiento de las Comunidades de base, han ayudado a la Iglesia a descubrir el potencial evangelizador de los pobres, en cuanto la interpelan constantemente, llamándola a conversión, y por cuanto muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios” [17] .
Como Medellín, Puebla destaca también, con referencias al Concilio, la importancia de la Iglesia Particular. En el ministerio del obispo que la preside, destaca su servicio a la comunión, tanto en el interior de la Iglesia diocesana, como en relación con la Iglesia universal “a través de su comunión con el colegio episcopal y de manera especial con el Romano Pontífice”. En su propia Iglesia, Puebla destaca que “responsabilidad del obispo será discernir los carismas y fomentar los ministerios indispensables para que la diócesis crezca hacia su madurez, como comunidad evangelizada y evangelizadora, de tal manera que sea luz y fermento de la sociedad, sacramento de unidad y de liberación integral, apta para el intercambio con las demás Iglesias particulares...” [18] . Y los obispos reunidos en Puebla concluyen este capítulo de su Documento comprometiéndose... “para que esta colegialidad (episcopal), de la que Puebla, como las dos Conferencias Generales que la precedieron, constituye un momento privilegiado, sea el signo más fuerte de credibilidad del anuncio y servicio del Evangelio, en favor de la comunión fraterna en toda América Latina” [19] .

8. PARA LOS AÑOS 90 Y MÁS ALLÁ: SANTO DOMINGO
Desde Medellín y Puebla, especialmente, sectores significativos de la Iglesia católica en América Latina, caminan más arraigados entre los pobres; más sensibles al sufrimiento injusto, a los valores de la vida diaria y las prácticas alternativas de las grandes mayorías; más en sintonía con la manera como los pobres viven la fe, la comunión con Dios y con los semejantes, la esperanza. Los mismos pobres sienten más cercanos a muchos pastores, religiosas y misioneros -y más importante- muchos pobres siguen congregándose en comunidades fraternas, participativas y solidarias, que leen la Biblia y oran en relación con la vida, que actúan al servicio de su pueblo. Esas comunidades de base, son protagonistas de la auténtica Nueva Evangelización. Porque van descubriendo y mostrando al mismo pueblo pobre y más allá, a un Jesucristo más humano y liberador, a un Dios de misericordia y de vida, al Espíritu que sopla en toda la vida humana y en la creación. Espíritu del Resucitado, que nos levanta y nos alegra, haciéndonos crecer juntos, y comprometiéndonos a contracorriente en defensa de la vida y la solidaridad humanas.
Sin duda, las heridas y los desafíos de la realidad latinoamericana son enormes. Por lo menos en la perspectiva de las grandes mayorías: empobrecidas, marginadas y agre-didas en sus valores culturales. Así como hay contradicciones y desafíos, por cierto, en la propia Iglesia latinoamericana; por el poderoso influjo mercantil y mediático de la cultura dominante -competitiva y consumista- en todos los sectores de la población, y por la política eclesiológicamente regresiva del Gobierno central de la Iglesia católica, especialmente notoria en nombramientos episcopales y en la formación de los Seminarios. Pero, tanto en esas mayorías pobres como en la Iglesia más cercana a su vida real, hay también vitalidad, hay fe profunda y amor generoso, hay creatividad y compromiso, hay esperanza. Esa vida y esperanza -con esas heridas y desafíos, viejos y nuevos- están resonando fuerte, también en estos años 90. Con los grandes cambios mundiales y la globalización del capitalismo empobrecedor y la cultura de mercado, con las nuevas democracias restringidas, con la memoria y los frutos contradictorios de los 500 años de América Latina. Y más especialmente resonaron en la Iglesia católica de esta parte del mundo con ocasión de la IVª Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (República Dominicana) en 1992.
En ese contexto histórico, se entiende que el largo proceso preparatorio de esa IVª Conferencia, así como el desarrollo de la misma (con la fuerte presencia de los más altos oficiales de la Curia Romana), hayan mostrado dos líneas o tendencias claramente distintas: (1) La línea de los documentos preparatorios hasta 1991, los que reflejan el pensamiento de los peritos neoconservadores de la confianza del Vaticano. Con su énfasis en los desafíos del secularismo y las sectas; y su propuesta de una Iglesia más jerárquica, maestra segura de doctrina, y rectora de “la cultura latinoamericana” desde el laicado más “culto” e influyente. Y (2), la línea de los documentos preparatorios de 1992 (la “Secunda Relatio” y el Documento de Trabajo), los que reflejan la práctica y reflexión de los pastores latinoamericanos, recogidas por las Conferencias Episcopales nacionales. Con su énfasis en los desafíos del empobrecimiento y la opresión cultural; y su propuesta de profundizar la opción por los pobres, en una Iglesia de comunidades participativas, y en una evangelización más testimonial y dialogante, ligada a la vida y las culturas de los mismos pobres.
Pero en la misma IVª Conferencia, a pesar de las tensiones con la Curia Vaticana presente en ella, los obispos delegados de las Conferencias nacionales consiguieron juntos –en el ámbito de América Latina y el Caribe- escuchar el clamor de nuestros pueblos, analizar en esa sintonía los grandes cambios económicos-sociales y culturales en curso, compartir las prácticas evangelizadoras y pastorales de sus iglesias, hacer un discernimiento comunitario de los llamados del Espíritu, y ofrecernos con su autoridad colegiada un Documento final en la línea evangélica y latinoamericana de Medellín y Puebla.

9. RENOVADA OPCIÓN EVANGÉLICA POR LOS POBRES Y RENOVADO COMPROMISO POR UNA IGLESIA DE COMUNIDADES
Los pobres están en el centro del documento de Santo Domingo, constituyen su gran tema, su horizonte permanente. Porque en esta parte del mundo son la enorme mayoría, porque sufren carencias y miserias que globalmente se van agravando, porque son las principales víctimas del pecado social y estructural que clama al cielo. Las víctimas de “las opresiones e injusticias, la mentira institucionalizada, la marginación de grupos étnicos, la corrupción... el abandono de niños y ancianos, la instrumentalización de la mujer, la depredación del medio ambiente...” [20] . Injusticia y marginación estructurales y sistemáticas, profundizadas en la última década por “la política de corte neoliberal que predomina hoy en América Latina” como parte de un Nuevo Orden Económico mundial [21] .
En este contexto histórico y respecto de estas muchedumbres latinoamericanas y caribeñas -pobres y empobrecidas en un sentido tan concreto: económico, social y humano- nuestros pastores concluyen su Documento afirmando con fuerza: “Hacemos nuestro el clamor de los pobres. Asumimos con renovado ardor la opción evangélica preferencial por los pobres, en continuidad con Medellín y Puebla. Esta opción, no exclusiva ni excluyente, iluminará, a imitación de Jesucristo, toda nuestra acción evangelizadora. Con tal luz invitamos a promover un nuevo orden económico, social y político, conforme a la dignidad de todas y cada una de las personas, impulsando la justicia y la solidaridad, y abriendo para todas ellas horizontes de eternidad”. [22]
Por otro lado, Santo Domingo reconoce más claramente el potencial renovador de los pobres para la misma Iglesia. Desde luego, en el propio mundo de los pobres, por el reencuentro de los agentes de la Iglesia con la cultura y religiosidad popular y el surgimiento de las Comunidades de base, se está dando “una nueva manera de ser Iglesia” donde los mismos pobres se van haciendo protagonistas. Pero también, porque esa verdadera “irrupción” de los pobres en la Iglesia -cuando es acogida por pastores con espíritu evangélico- va cambiando la práctica, el discurso y el testimonio evangelizador de la Iglesia (particular) entera, y la sigue llamando a una conversión más profunda y siempre renovada.
Leamos, como muestra, este texto: “Bajo la luz de esta opción preferencial (por los pobres), a ejemplo de Jesús, nos inspiramos para toda acción evangelizadora, comunitaria y personal. Con el ‘potencial evangelizador de los pobres’ (del que habló Puebla), la Iglesia pobre quiere impulsar la evangelización de nuestras comunidades. Descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor, es algo que desafía a todos los cristianos a una profunda conversión, personal y eclesial” [23] . Resuena en tantos textos como éste la intuición profética de Juan XXIII, retomada por Juan Pablo II, sobre la Iglesia que es (por su origen y vocación) y quiere ser (por conversión real, en el mundo injusto de hoy) “la Iglesia de los pobres”. Resuena el llamado de Medellín, en el contexto latinoamericano, a la “pobreza de la Iglesia”. Y resuenan, evocados por una cita expresa, el testimonio de Puebla sobre “el potencial evangelizador de los pobres”, y las exhortaciones de esa misma Conferencia a dejarnos todos convertir y transformar por ese Evangelio de los pobres, en lo personal y eclesial: estilos de vida y de comunidad, relaciones y mentalidad, prácticas pastorales y estructuras eclesiales [24] .
En la perspectiva de los pobres y marginados, aquí convergen con especial urgencia dos temas eclesiales y eclesiológicos que -aunque amenazados por la “resaca” neoconservadora- tienen ya suficiente firmeza en la renovación postconciliar de la Iglesia católica, y más concretamente en nuestra América morena: las comunidades de base y el protagonismo laical. En esa perspectiva de los pobres, y en la tradición de Medellín y Puebla, cobran todo su contenido esperanzador los llamados de Santo Domingo para una Iglesia cercana a la vida, comunitaria y participativa, y para un efectivo protagonismo de los laicos.
Aquí podemos leer estos textos: “Conscientes de que el momento histórico que vivimos nos exige ‘delinear el rostro de una Iglesia viva y dinámica, que crece en la fe... se compromete y espera en su Señor’ (Juan Pablo II), buscamos dar impulso evangelizador a nuestra Iglesia, a partir de una vivencia de comunión y participación que ya se experimenta en diversas formas de comunidades existentes en nuestro Continente.” [25] “La parroquia, comunidad de comunidades y movimientos, acoge las angustias y esperanzas de los hombres, anima y orienta la comunión, participación y misión... como una fraternidad animada por el Espíritu... La parroquia, comunión orgánica y misionera, es así una red de comunidades...” [26] . “Las comunidades eclesiales de base... son un signo de vitalidad de la Iglesia, instrumento de formación y evangelización, un punto de partida válido para una nueva sociedad fundada sobre la civilización del amor” [27] . “Hoy, como signo de los tiempos, vemos un gran número de laicos comprometidos en la Iglesia: ejercen diversos ministerios, servicios y funciones en las comunidades eclesiales de base o actividades en los movimientos eclesiales. Crece siempre más la conciencia de su responsabilidad en el mundo y en la misión... Aumentan así el sentido evangelizador de los fieles cristianos. Los pobres evangelizan a los pobres...” [28] .
“Sin embargo, se comprueba que la mayor parte de los bautizados no ha tomado aún conciencia plena de su pertenencia a la Iglesia. Se sienten católicos, pero no Iglesia... La persistencia de cierta mentalidad clerical en numerosos agentes de pastoral, clérigos e incluso laicos, la dedicación de muchos laicos de manera preferente a tareas intra-eclesiales y una deficiente formación, les privan de dar respuestas eficaces a los desafíos actuales de la sociedad” [29] . Por eso, “una línea prioritaria de nuestra pastoral... ha de ser la de una Iglesia en la que los fieles cristianos laicos sean protagonistas”. “Que la Iglesia sea cada vez más comunitaria y participativa, y con comunidades eclesiales, grupos de familias, círculos bíblicos, movimientos y asociaciones eclesiales, haciendo de la parroquia una comunidad de comunidades” [30] . Todo lo cual... “exige la conversión pastoral de la Iglesia. Tal conversión debe ser coherente con el Concilio. Lo toca todo y a todos: en la conciencia y en la praxis personal y comunitaria, en las relaciones de igualdad y de autoridad, con estructuras y dinamismo que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia en cuanto signo eficaz, sacramento de salvación universal” [31] .

CONCLUSIÓN
Con el horizonte de esta tradición del Evangelio de Jesús que pasa por el Concilio Vaticano II –y que para nosotros en América Latina pasa también por Medellín, Puebla y Santo Domingo– tenemos que comprometernos, entrado el siglo XXI, por una Iglesia más fraternal y participativa, solidaria con los pobres y cada vez más desde los pobres, más acogedora y misericordiosa, más esperanzada y creativa, más integralmente liberadora del ser humano y transformadora de la sociedad. En una palabra, más fiel testigo y colaboradora del Dios de Jesucristo, “para la vida del mundo”.[32]

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[1] En el caso de Chile, pensemos por ejemplo en figuras como Alberto Hurtado, Manuel Larraín, Clotario Blest, Bernardo Leighton, Ignacio Vergara, Blanca Rengifo y Mercedes Chaín, Esteban Gumucio y Vicente Ahumada.
[2] Ver, más en general: Y. CONGAR, La Tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1964. Y más específicamente: A. ACERBI, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di comunione nella Lumen Gentium, Dehoniane, Bolonia 1975; H. POTTMEYER, “Continuitá e innovazione nell’ ecclesiologia del Vaticano II”, en G. ALBERIGO (ed.), L’ ecclesiologia del Vaticano II: dinamismi e prospettive, Dehoniane, Bolonia 1981; L. BOFF, “La visión incompleta del Vaticano II: Ekklesía, ¿Jerarquía o Pueblo de Dios?”, Concilium 281(junio 1999).
[3] Esta realidad dual o bipolar de la sociedad latioamericana, a menudo agudamente asimétrica, ha sido analizada por la Conferencia continental de Medellín (1968) en términos de “colonialismo interno”. Ver el doc. “ Paz”, nn. 2-7.
[4] Política vaticana que en los hechos vuelve a privilegiar lo que en la Lumen Gentium se mantiene en segundo plano: el modelo societario y jerárquico, además crecientemente centralizado.
[5] Para esta sección y la que sigue, he “reciclado” la primera parte de mi ponencia “ El papel de las Comunidades de Base en Latinoamérica”, presentada en el Simposio de Teología Intercultural celebrado en Frankfurt, Alemania, en Noviembre de 2003.
[6] Y. CONGAR, “La recepción como realidad eclesiológica”, Concilium 77(1972).
[7] L. MARTÍNEZ, “Misericordia quiero, no sacrificios”. Reencuentro con la Humanidad de Dios, Dabar, México D.F. 2002, p. 197.
[8] Así también, el propio Magisterio jerárquico a su modo “recibe”, “discierne” (debe discernir, guiado por el mismo Espíritu) los caminos y la reflexión del Pueblo de Dios o de las iglesias más concretas a su cuidado pastoral. Por eso, los documentos más inspiradores del Episcopado latinoamericano, han sido fruto del caminar de esos Pastores con sus iglesias “con un oído atento al Evangelio y otro al pueblo” (E. ANGELLELI). Y los documentos postconciliares más inspiradores del Magisterio papal han sido los que más han escuchado “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Apocalipsis, caps. 2 y 3), también a las de los Dos Tercios empobrecidos de la humanidad, como “Populorum Progressio” y “Evangelii Nuntiandi” de PABLO VI, “Redemptor Hominis” y “Redemptoris Missio” de JUAN PABLO II. Tal vez el caso más claro de esta “circulación de dones” entre las iglesias y el Magisterio Jerárquico (en este caso, del Papa) sea el de la “Evangelii Nuntiandi” (1975). En ésta, Pablo VI “recibe”, con su discernimiento, de la Conferencia latinoamericana de Medellín (1968) y del Sínodo mundial de Obispos (1974), experiencias y temas tan importantes de nuestras iglesias de América Latina, como el testimonio evangelizador de la comunidad concreta, la evangelización liberadora, la comunidad eclesial de base y la piedad popular... y a su vez, la misma “Evangelii Nuntiandi” es recibida y “aterrizada” en América Latina por la Conferencia episcopal de Puebla (1979).
[9] Para las secciones que siguen, retomo buena parte de mi ponencia “El camino de la Iglesia Latinoamericana a través de sus Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo”, presentada en el Simposio organizado por SEDOS, Roma, con ocasión del Sínodo de Obispos para las Américas (No viembre – Diciembre 1997), y más recientemente publicada en, P. RICHARD (dir.), Diez palabras clave sobre la Iglesia en América Latina, Verbo Divino, Estella (España) 2003.
[10] Ver: el orden correlativo y el contenido de los tres primeros capítulos de la “Lumen Gentium”, y en especial el contenido del capítulo II, sobre el Pueblo de Dios.
[11] Citas de “Lumen Gentium”, nn. 4 y 1. Ver en el mismo documento conciliar los nn. 1-4, 9, 13, 18a, 27, 32, 37, 39. También, “Christus Dominus” 16, y “Apostolicam Actuositatem” 2-4, 18.
[12] Ver: “Lumen Gentium” 22-23, 28; “Christus Dominus” 3-7, 11, 23, 28, 34, 36 -38; “Presbiterorum Ordinis” 6-9; “Apostolicam Actuositatem” 26; “Orientalium Ecclesiarum” 2; “Ad Gentes” 15.
[13] MEDELLÍN, Conclusiones, cap. 15, “Pastoral de Conjunto”, nn. 10-11.
[14] Id., nn. 13-18.
[15] Id., nn. 21-28.
[16] IIIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (en adelante, PUEBLA), Documento final, nn. 563-565.
[17] Id., nn. 648, 642-643, 1147.
[18] Id., nn. 645-647.
[19] Id., n. 657.
[20] Santo Domingo (en adelante, SD), n. 9.
[21] Ver: SD, nn. 161, 167, 174b, 179c, 183, 194-199.
[22] SD, n. 296.
[23] SD, 178. Ver: 180c y 296a.
[24] PUEBLA, 1147. Ver también: 448, 452; 629, 640, 642 -643; 972 -975; 1140 y 1156-1158.
[25] SD, 54.
[26] SD, 58-60.
[27] SD, 61.
[28] SD, 95.
[29] SD, 96.
[30] SD, 103, 142 a. Ver 98 a.
[31] SD, 30.
[32] Para una mayor explicación y fundamentación de esta somera memoria del camino postconciliar de la Iglesia y eclesiología latinoamericana, me atrevo a remitir a mis trabajos: Nueva Conciencia de la Iglesia en América Latina, Santiago 1973; Salamanca 1974; “La función de los pobres en la Iglesia, en Concilium , n. 124 (1977); Solidaridad liberadora: Misión de Iglesia, Santiago 1977; Evangelio y Liberación en América Latina.. La teología pastoral de Puebla, Bogotá 1980; La Iglesia en el Pueblo. Hacia una eclesiología Latinoamericana, Lima 1983; “La Eclesiología de la Comisión Teológica Internacional y el Pueblo de Dios en América Latina”, en Concilium , n. 208 (1986); Llamados desde el Pueblo, Santiago 1990; Pueblo, Comunidad, Evangelio, Santiago 1994; Ser Iglesia de Jesús en poblaciones y campos. Eclesiología de base, Santiago 2002; y Con Jesús desde Abajo, comunidad fraterna y poder liberador, Río Bueno, en preparación.

Fuente:Amerindia en la red.

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