Nuestro mundo. Crueldad y compasión. Jon Sobrino

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Nuestro mundo.
Crueldad y compasión
Jon Sobrino

Jeremías, Sócrates, Policarpo, Ágata, Juana de Arco, según santo Tomás posiblemente un soldado, “el mártir rojo” del que habla Bloch, María Goretti, el padre Kolbe, Gandhi, Bonhoeffer y Ellacuría, teólogos, Martin Luther King, Mirna Mack, defensora de los derechos humanos en Guatemala, monseñor Munzihirwa, obispo de Bukavu... Todas estas personas tienen en común que aceptaron sufrir una muerte violenta por una fe y/o una causa. En las diversas religiones e ideologías humanistas se otorga a sus muertes especial “dignidad” y “excelencia”, independientemente de qué términos se usen para designarla. Si se les llama “mártires”, entonces se exige normalmente que las víctimas no hayan actuado violentamente.


Comenzamos de esta forma para caer en la cuenta de que el “martirio”
¬–sea cual fuere su definición– es un concepto histórico. Para “repensarlo”, habrá que analizar la realidad que lo produce y por qué lo produce.
En este análisis queremos incluir, además, a las inmensas mayorías a las que se da muerte injusta, violenta o lentamente, lo cual no suele ser tenido en cuenta al hablar del “martirio”.
Nuestra reflexión está basada en lo sucedido en las últimas décadas en el Tercer Mundo, sobre todo en América Latina, donde el “martirio” no ha sido producido por razones religiosas, sino históricas, sociales, militares, políticas y económicas, y está conceptuado, en lo fundamental, desde la tradición bíblico-jesuánica, la experiencia latinoamericana y desde situaciones similares en Asia y África.


EL MUNDO DE HOY: VÍCTIMAS, VICTIMARIOS Y COMPASIÓN



Un mundo de víctimas y victimarios. Pasó Auschwitz, Hiroshima, Gulag, pero millones de seres humanos siguen sufriendo masiva, injusta e inocentemente muertes violentas en represión, guerras y masacres. Muchos millones más sufren una muerte lenta por causa de la pobreza, sobre todo mujeres y niños, además de la muerte de su dignidad, de sus culturas... La llamada globalización no ha cambiado las cosas, sino que ha hecho aumentar el número de los “excluidos”. Dos datos de actualidad: 1,300 millones tienen menos de un dólar al día para vivir; en la República Democrática del Congo en los últimos cuatro años han muerto alrededor de tres millones de seres humanos en una guerra provocada por los países poderosos para conseguir el control del coltán. La mayoría de esas muertes tiene causas históricas. Por acción, cuando son infligidas por instituciones y estructuras, o por omisión, cuando muchas de esas tragedias no son eliminadas, pudiendo serlo. Por eso hay que hablar de victimarios.
Un mundo de compasión, de personas que, ante las víctimas, reaccionan y las defienden, de diversas formas (movimientos de solidaridad, de derechos humanos, de “otro mundo es posible”), y a veces lo hacen hasta el final. Entonces esas personas son también violentamente privadas de sus vidas. La compasión lleva al amor mayor. A veces la muerte sobreviene por mantener un compromiso testimonial y de amor (los monjes trapenses en Argelia). También hay personas que se autoinfligen la muerte por una causa de liberación, inmolándose, como los monjes budistas en Vietnam, o suicidándose para dar muerte a los opresores, con la motivación de liberar a oprimidos y la esperanza de recibir recompensa en otra vida. Todo ello está, dentro de una gran analogía, en la línea de la compasión, aunque el caso de terroristas suicidas sea, obviamente, condenable.


Por último, también hay muertes (torturas físicas y psicológicas) por fidelidad a la fe, a una religión o Iglesia, como ha sido tradicional en la historia, y en nuestros días en los antiguos países socialistas, por ejemplo. Es la muerte sufrida en la línea del testimonio de la fe. Aquí está la comprensión normal y canónica del martirio, que no vamos a analizar en este artículo, pues no es lo normal hoy en las iglesias.
Y una última aclaración. Culturas y religiones suelen conceder “dignidad” y “excelencia” a quienes mueren por causa de la compasión (o de la fidelidad en el testimonio). Aunque el nombre sea lo de menos, se les suele llamar “mártires”, “caídos”, “héroes”... Pero no ocurre lo mismo con las víctimas masivas de la barbarie, que suelen quedar sin nombre. En esto profundizaremos.





EL “SIGNO DE LOS TIEMPOS”: LA MUERTE INFLIGIDA A LAS MAYORÍAS DEL TERCER MUNDO




En nuestro tiempo el “martirio” toma, pues, una forma novedosa. Muchos hombres y mujeres han sufrido una muerte violenta, y no por el testimonio de la fe, sino por su compasión consecuente: en la Iglesia, desde obispos y religiosas hasta catequistas y celebradores de la palabra; en la sociedad, desde campesinos e indígenas hasta estudiantes, abogados y periodistas... De una u otra forma, han desenmascarado la mentira con que se oculta la muerte del pobre y han luchado contra la injusticia. Han sido gente de compasión en contra de la crueldad.
Pero ya hemos dicho que hay otro hecho novedoso más clamoroso. Cientos de miles de seres humanos, con frecuencia niños, mujeres y ancianos, han sido asesinados inocente e indefensamente, en grandes masacres, sin libertad para poder huir siquiera. Son las poblaciones campesinas de El Mozote, las poblaciones indígenas en el Quiché. En África, los asesinados en los Grandes Lagos, los millones de refugiados en situación infrahumana y la permanente miseria que da muerte.
Es también novedoso que, en América Latina, los victimarios son, en su mayoría, cristianos: oligarcas, miembros de gobiernos y fuerzas armadas. Y las estructuras que dan muerte han sido creadas y son mantenidas, en buena medida, por un Occidente que se tiene por democrático y, a veces, por cristiano.
Esta novedad histórica es lo que, en sí mismo, fuerza a repensar el “martirio”: antes y en otras partes los mártires “no morían así”. Y también fuerza a repensarlo el Vaticano II. Lo que dice de los “signos de los tiempos” se aplica ciertamente al martirio en el Tercer Mundo. Éste es, sin duda, signo de los tiempos en el sentido que hemos llamado histórico-pastoral: una clara expresión del “sesgo dramático que caracteriza el mundo en que vivimos” (GS 4). Y es también signo de los tiempos en el sentido histórico-teologal: “signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (GS 11).
Así se ha visto en el Tercer Mundo. En 1981, Ignacio Ellacuría escribió que el principal signo de los tiempos es siempre “el pueblo históricamente crucificado”, en el que se hace presente Dios. Esta proposición es indefensa, pero es fundamental. Históricamente es evidente. Teologalmente sólo puede ser discernido, pero así ha ocurrido.
EL PROBLEMA SEMÁNTICO
Antes de continuar hay que analizar un problema semántico: cómo llamar cristianamente a las víctimas individuales y a las víctimas masivas de hoy, siendo así que no ha habido conceptos adecuados para describir esta novedad. Para nombrar a las víctimas individuales se ha hecho un uso novedoso del lenguaje de la tradición: el mártir. Y para nombrar las muertes de las mayorías se ha recuperado, creativamente, el lenguaje también de la tradición bíblico-cristiana, aunque prácticamente enterrado: el siervo.
Por lo que toca a lo primero, el pueblo enseguida llamó “mártires” a quienes fueron asesinados por defender la justicia. Dom Pedro Casaldáliga desde el principio llamó a monseñor Romero “pastor y mártir nuestro”. Y también lo hizo en vida monseñor Romero. “Para mí que son verdaderos mártires en el sentido popular... son verdaderos hombres que han ido a los límites peligrosos, donde la Unión Guerrera Blanca amenaza, donde se puede señalar a alguien y se termina matando como mataron a Cristo” (Homilía del 23 de septiembre de 1977). Todos ellos vieron “martirio” en el amor mayor.
Por lo que toca a lo segundo, la creatividad ha sido todavía mayor, en mi opinión de forma desconocida hasta ahora. Para los masacrados violentamente (o los que pierden lentamente su vida) y para explicitar la excelencia y dignidad de sus muertes no había nombre específico ni en la sociedad ni en la Iglesia –compararlos a los “santos inocentes” es confesar que no se sabe cómo llamarlos y que no hay mucho interés en ello–. Monseñor Romero sí les puso nombre: “el Cristo traspasado”. Ignacio Ellacuría los llamó “el pueblo crucificado”. Y Dom Pedro Casaldáliga, ante la desaparición de tribus de aborígenes en Brasil, los llama los “indios crucificados”. Este nombre es excelso
–incluso más que el de “mártir”–, pues expresa que las víctimas rehacen hoy la realidad de Jesús.
Pero también se les aplicó otro nombre excelso: el de “siervo sufriente de Yahvéh”. “Ese pueblo crucificado es la continuación histórica del siervo de Yahvéh al que el pecado del mundo sigue quitándole toda figura humana, al que los poderes de este mundo siguen despojando de todo, le siguen arrebatando la vida, sobre todo la vida”, decía Ignacia Ellacuría. Y monseñor Romero se alegraba de que los “intérpretes de la escritura no llegan a saber si el siervo de Yahvéh que proclama Isaías es el pueblo sufriente o es Cristo que viene a redimirnos” (Homilía del 21 de octubre, 1979). Y hay que recalcar que el siervo es el Hijo amado. Los innumerables muertos por represión, desaparición, masacres, hambre, desnutrición, tienen ya, por lo menos, nombre, y con ese nombre se expresa el amor que Dios les tiene. No es pequeña cosa. En nuestra opinión, se da aquí el salto cualitativo fundamental para “repensar el martirio”.
LOS MÁRTIRES INDIVIDUALES: “MÁRTIRES JESUÁNICOS”
Los que han dado su vida, hombres y mujeres, por practicar la compasión consecuente recuerdan a Jesús. Han amado y defendido a los pobres en vida, como Puebla lo afirma del mismo Dios (n. 1142), y lo han hecho hasta el final, hasta la muerte, y sin hacer uso de la violencia. Y digamos que la precisión “los han defendido” es fundamental para entender el martirio de hoy, pues sólo el amarlos con obras de caridad, por ejemplo, sin defenderlos de sus verdugos, no suele llevar a la confrontación, sino que a veces lleva incluso a alabanzas y adulaciones. Hagamos ahora algunas reflexiones.
1. Tal como ocurren las muertes hoy en el tercer mundo, mártir es, ante todo, la persona que muere como Jesús porque su vida, su palabra y su praxis fueron estructuralmente –según un más y un menos, por supuesto– como las de Jesús. Padecen una muerte violenta por parecerse a Jesús. Por eso los llamamos mártires jesuánicos.
2. Según esto, mártir jesuánico no es, estrictamente hablando, el que muere por Cristo o por causa de Cristo, sino el que muere como Jesús y por la causa de Jesús. El martirio no ocurre por fidelidad a algún mandato (que, por hipótesis, pudiera ser arbitrario) de Jesús, ni siquiera por el deseo de identificación mística con el crucificado, sino que ocurre por el seguimiento consecuente de Jesús. A este martirio le es esencial la afinidad con la vida y la muerte de Jesús, lo que no quiere decir que no sean “mártires” –a veces conmovedoramente– quienes mueren por la confesión de su fe.
3. Jesús es “testigo”, sí, y testigo de la verdad –como dice Juan 18,37–, pero, según la lógica de su vida y de su praxis, antes que testigo es “profeta” en contra de los opresores, y antes que profeta es “portador de una buena noticia” y “defensor” de los pobres. En lenguaje judicial, Jesús da testimonio –es mártir– del amor de Dios, parcial y gratuito, al pobre. Pero ese testimonio lo da en el hacer real su amor y su defensa del pobre. En este sentido, para hablar adecuadamente de mártires jesuánicos pensamos que antes que de “testigo” de la verdad hay que hablar –siguiendo con el lenguaje judicial– de “defensor”, de “abogado” del pobre. Jesús muere porque es buen pastor que defiende a las ovejas, no las abandona como el mercenario, y por defenderlas de la vida.
4. Este martirio no ocurre por el odium fidei, sino por el odium justitiae, y con mayor hondura y amplitud por el odium misericordiae, misericordia que define la realidad más honda de Jesús y su Dios, descrita en Lucas como “moverse a compasión”. Es el martirio en la línea joánea del “mayor amor”.
5. Estos mártires pueden ser mártires en la Iglesia, pero no son mártires de la Iglesia. La compasión es dimensión primigenia del ser humano, y por ello se puede ejercitar consecuentemente dentro y fuera de la Iglesia. Cuando asesinaron a monseñor Romero en el altar hubo que ir hasta el siglo XII para encontrar un precedente en Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, pero con una diferencia: a éste lo mataron por defender los derechos, aunque fuesen legítimos, de la Iglesia; a aquél, por ponerse del lado de los pobres. Los mártires jesuánicos son mártires de la humanidad. Un monseñor Romero o un Gandhi son venerados y amados por muchos, en iglesias y religiones, y fuera de ellas.
6. El presupuesto para dar preferencia a esta concepción teológica del martirio no es sólo histórico –así suceden hoy las cosas–, sino teológico: Jesucristo es “el sacramento original del martirio” (L. Boff), lo cual puede parecer obvio, pero no lo ha sido. Y de esta manera, al relacionar, esencialmente, a los mártires jesuánicos con la realidad de Jesucristo, su vida y su muerte, se convierten, también ellos, ipso facto en realidad central para la fe, para la Iglesia y para la teología, centralidad que no suele estar muy presente, pues el tema del martirio se estudia muy marginalmente. Los mártires jesuánicos, sin embargo, son principio hermenéutico, mistagogía, para comprender el martirio de Jesús.
EL “PUEBLO CRUCIFICADO”
Pasar del odium fidei al odium iustitiae es un avance sustancial en el repensar el martirio, pero, en mi opinión, no es todavía el avance más fundamental desde una perspectiva teologal. Éste consiste –ya lo hemos dicho– en poner nombre, “títulos de dignidad”, a las mayorías que sufren y mueren de diversas formas. Son el “pueblo crucificado”, el “siervo sufriente de Yahvéh”.
Éstas no son palabras retóricas. Basta comparar a las mayorías que malviven y mueren en la miseria, en masacres, en campos de refugiados, sin recursos para combatir el sida, deformes y minusválidos también, como recuerda el artículo de C. Mesters, con el cuarto canto del Siervo en Isaías 52,13 - 53,12. El pueblo crucificado es “varón de dolores y acostumbrado al sufrimiento” (53,3) de la miseria cotidiana. Es despreciado, “desfigurado, no parece hombre ni tiene aspecto humano” (52,14; 53,2), así lo dejan las torturas. “Produce espanto y asco, muchos se espantan de él” (52,14), y “ante él se ocultan los rostros” (53,3) porque da asco verlos y para que no enturbien la felicidad del mundo de abundancia. “Despreciado y desestimado de los hombres” (53,3), es también “contado entre los pecadores” (53,4.12). Sufrimiento, horror, desprecio, olvido, insulto, negación hasta de su religiosidad...
Y también ocurre hoy lo que se dice del siervo: “le dieron sepultura con los malvados” (53,9), aunque en nuestra época los desaparecidos y los cadáveres botados en basureros y cementerios clandestinos, ni siquiera han tenido tumba y epitafio; “no abría la boca como cordero llevado al matadero” (53,7), como no la abren la inmensa mayoría de los que mueren en las masacres; “se lo llevaron sin defensa, sin justicia” (53,8), como ocurre con los masacrados en total indefensión e impotencia.
Por último, del siervo se dice que es inocente: “no hubo engaño en su boca ni había cometido crímenes (53,9). Y eso sigue siendo verdad hasta el día de hoy: ¿qué pecado han cometido los indígenas de Guatemala quemados dentro de la iglesia de San Francisco, en Huehuetenango, los campesinos asesinados en El Mozote, los niños famélicos o muertos en África? A partir de aquí podemos hacer unas breves reflexiones:
1. Al poner nombre bíblico y cristiano a estas mayorías queremos ante todo superar un monumental escándalo: el silencio que se cierne sobre ellas en nuestro mundo y el desaire –dicho suavemente– que se hace a Dios al ignorar a sus criaturas privilegiadas. La mayoría de las víctimas norteamericanas del Vietnam tienen nombre, que están grabados incluso en monumentos. Y algo parecido puede ocurrir con las víctimas de Nueva York. El 11 de septiembre es universalmente conocido; Nueva York tiene calendario. Pero el 7 de octubre, día en que comenzaron los bombardeos contra Afganistán, no lo es; los países pobres no tienen calendario. Las víctimas han quedado sin nombre porque no son “ricos”, sino que son “pobres”.
2. Llamar a esas mayorías “pueblo crucificado”, “siervo sufriente de Yahvéh”, es un acto de reparación que debiera haber ocurrido hace mucho tiempo. Y es también un acto de fe. Significa no sólo otorgar “dignidad” a sus muertes, sino ver en ellos un potencial salvífico: llaman a conversión, traen luz y salvación, como lo han captado los teólogos del Tercer Mundo, Ellacuría en América Latina, A. Pieris en Asia, E. Mveng en África.
3. Por último, el pueblo crucificado tiene un potencial estrictamente teo-logal. Desde él cobra forma la fe en un Dios del débil, porque él es también débil. Se aceptará o no a ese Dios, pero, si se acepta, esos pueblos crucificados son el lugar más adecuado para la fe en ese Dios. Y si se acepta a ese Dios, tampoco se podrá evitar usar, de algún modo, el lenguaje de un “Dios crucificado”: Dios no estaba sólo puntualmente en la cruz de Jesús reconciliando al mundo, sino que sigue presente en las cruces de la historia.
Por otra parte, el pueblo crucificado mantiene viva la pregunta de la teodicea, y de forma más aguda de cómo se la planteaban Epicuro o Voltaire, que argumentaban desde la razón. Y es que en la fe se dice que Dios ama con especial ternura al pueblo crucificado, pero en la historia no hace –o no puede hacer– nada por él. Al mantener viva esa pregunta, el pueblo crucificado exige tomar en serio la realidad de Dios, cuestionándolo si es necesario –la pregunta de la teodicea–. Pero, al hacerlo, exige también tomar en serio la realidad de nuestro mundo.
¿CUÁL ES EL ANALOGATUM PRINCEPS DEL “MARTIRIO”?
Hemos analizado dos formas de muerte: la de los mártires jesuánicos y la del pueblo crucificado. Nos preguntamos ahora, si se nos perdona el lenguaje, quién es “más” mártir. Entre ambas muertes hay semejanzas, pero hay también diferencias irreductibles. Y nos preguntamos en cuál de ellas se encuentra el analogatum princeps de lo que significa morir inocente y violentamente a manos de verdugos. La pregunta no es meramente académica y, por supuesto, no admite una respuesta meramente nominalista.
Comparada la muerte del pueblo crucificado con la de los mártires jesuánicos, incluso con la de Jesús, estas mayorías reflejan menos la praxis de defensa de los pobres y el carácter activo de lucha contra el antirreino, y también expresan menos la fidelidad en medio de la persecución y la libertad con que afrontar la muerte, pues muchas veces ni siquiera tuvieron la posibilidad de evitarla. Por otro lado, expresan más la inocencia histórica, pues nada han hecho (la acritud de la denuncia profética, por ejemplo) para “merecer” la muerte, más que ser pobres, y expresan más la indefensión, pues, como queda dicho, ni posibilidad física han tenido de evitar la muerte. Y sobre todo expresan mejor que son esas mayorías las que cargan injustamente con un pecado que las ha ido destruyendo poco a poco en vida y las ha aniquilado definitivamente en muerte.
Dicho esto, lo importante no es responder a la pregunta que hemos hecho antes, pues cada una de esas dos muertes puede ser analogatum princeps en su género. Lo importante es insistir en que hay dos tipos fundamentales de muerte violenta injusta, de suma importancia histórica y de suma excelencia cristiana. Más en concreto, lo más importante es no olvidar el ingente sufrimiento del mundo, en todas sus formas, y no ignorar, sobre todo, el sufrimiento masivo de las mayorías, que, al quedar sin nombre, son privadas no sólo de la dignidad, sino de la existencia.
Esas mayorías, oprimidas en vida y masacradas en muerte son las que mejor expresan el ingente sufrimiento del mundo. Sin pretenderlo, sin desearlo y sin saberlo, “completan en su carne lo que falta a la pasión de Cristo”. Y son –llámeseles, lingüísticamente, mártires o no– aquellos seres humanos a quienes Dios mira con infinita ternura en su sufrimiento, aun antes de considerar su situación personal y moral (Puebla n. 1142) –aunque tienen muchas veces la santidad primigenia de querer vivir y desvivirse para que a todos los pobres alcance aunque no sea más que un poco de vida–. Sin embargo, sobre ellos se cierne un silencio inhumano y anticristiano, mientras se exalta a los grandes, incluidos los santos –“elitistamente”, si se nos entiende bien–, contra lo cual los primeros en protestar serían un Francisco de Asís o un monseñor Romero.
Repensar el martirio de individuos es necesario, pero es insuficiente, si no se los piensa conjuntamente con las mayorías martirizadas. Y es peligroso si, por concentrarse en mártires reconocidamente excelsos, se abandona a su suerte a los pueblos crucificados. Repensar el martirio es, en definitiva, repensar nuestro mundo, preguntarnos si el clamor del pueblo crucificado ha llegado hasta nosotros y si los mártires jesuánicos nos animan a la compasión.

* Publicado en Concilium 299, febrero 2003, pp. 15-24.

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