La última bocanada de Sandro



“Hay ADN de Elvis Presley en la pelvis de Roberto Sánchez, y un sudor equivalente al de Tom Jones le cae por la cara cuando se empieza a agitar. No hizo falta blandir una guitarra eléctrica, vociferar ni generar ruido. Sandro, el baladista, era un rocanrolero con piel de romántico”.

Los genes rocanroleros del Sandro más adolescente nunca prendieron en Chile.

Sólo llegaron como una insinuación de la primera juventud vivida con Sandro y Los del Fuego, el grupo con el que el cantante grabó sus long-plays más tempranos en Argentina.
Pero no hizo falta más que esa insinuación para probar que Sandro fue el más rockero de los baladistas en español de toda una generación bendita, entre fines de los ’60 y los primeros ’70.


No el mejor, pero sí el más salvaje.


El esencial belga Salvatore Adamo se había educado en el pop yeyé, versión de habla francesa para la música colérica en los ’60; el iluminado Roberto Carlos de los inicios de su carrera había pasado por la misma educación en La Joven Guardia en Brasil; el majestuoso Camilo Sesto dio una clase completa de sicodelia en castellano con el solo hit ‘‘Fresa salvaje’’.
Pero ninguno llegaba más cerca del borde que Sandro y las convulsiones de melodías como ‘‘Rosa... rosa...’’, ‘‘Tengo’’ o ‘‘Una muchacha y una guitarra’’.


Del lado quieto de las cosas, Raphael, el más grande, prensó un cancionero apasionado en su década inicial gracias al padrinazgo del compositor y productor español Manuel Alejandro; Nino Bravo y Leonardo Favio hicieron de la voz algo aún más importante que la canción, en una época de grandes canciones; Joan Manuel Serrat fue por lejos el mejor de los cantantes de fans de su época, y Julio Iglesias fue por lejos el peor.

Pero nadie cantó las canciones de amor con la intensidad de Sandro, que supo ajustar las mismas convulsiones del lado salvaje a una revolución menor, en baladas trémulas como ‘‘Así’’, ‘‘Penas’’ y ‘‘Te propongo’’.

El excesivo parecido entre uno de sus éxitos y el ‘‘Bon anniversaire’’ de Charles Aznavour, maestro de maestros, es un pecado digno de ser perdonado en este contexto.
Al menos es un signo de que Sandro escuchó la voz de la experiencia, aún en su época de mayor frenesí. Los años dorados del astro son apenas los primeros de la década. En algún momento de los ’80 volvió a Chile a participar en un trasnochado estelar de la televisión nacional de la época, y aún en un sitio así de rancio logró, con un traje de lentejuelas tal vez demasiado ajustado a su anatomía, reencender la fiebre de las señoras y señoritas convocadas esa noche.

Estaba en los genes.
Hay ADN de Elvis Presley en la pelvis de Roberto Sánchez, y un sudor equivalente al de Tom Jones le cae por la cara cuando se empieza a agitar.
No hizo falta blandir una guitarra eléctrica, vociferar ni generar ruido.
Sandro, el baladista, era un rocanrolero con piel de romántico.
Lobo con piel de oveja.

Texto escrito por David Ponce para el Diario La Nación de Chile.

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