Él sonreía, como si fuera un Cristo o un pan hecho de puro amor para comer y compartir. A menudo he pensado en él como el ruiseñor del cuento...




Lo fuimos a visitar el 27 de junio al campo de concentración de Tres Álamos
y yo observaba las torretas militares de control que se veían desde el exterior.
Una larga fila de personas que eran revisadas antes
de entrar
al recinto hasta que nos tocó nuestro turno.
Unos soldados apartaron a mamá, que estaba en un estado embarazo avanzado, y le registraron todo el cuerpo, con las piernas abiertas.
Yo los miraba como si estuviera al interior de una película de ficción.
Todo el mundo con metralletas, cascos, póngase acá,
vaya para allá, órdenes secas, imperativas, efectivas.
Tenía seis años y mi mamá no alcanzaba los treinta.
Pero una alegría muda, como un sol que uno esconde en el cuerpo
y que quiere salir, pero uno lo retiene al máximo para que
no se escape y sea descubierto,
esa era mi felicidad de saber que cruzando el portón iba a ver a papá.
Entramos al recinto y se veía mucha gente sentada en bancas, conversando en silencio.
Miramos por todas partes y no lo veíamos.
Hasta que de pronto, en la orilla de una barraca, vimos a una persona muy delgada, con un poncho, con una cara irreconocible en sus facciones, pero que emanaba una ternura infinta que hoy sólo el olor de la colonia Tabac, que usaba mi padre, y su letra redonda, me generan esa sensación de amparo que junto a él sentí y sentimos todos los que lo conocimos.
Corrimos hacia él a abrazarlo, con mucho cuidado le tocamos su cara, sus manos, que dicen que son idénticas a las mías, pero que yo solo reconozco cuando veo las de mi hermana América, que son un espejo de las de mi papá: dedos alargados pero sin ser escuálidos, sino redondos, reposados, con unas uñas siempre limpias, tras las cuales nos miraban unas "lunitas" blancas.
Él sonreía, como si fuera un Cristo o un pan hecho de puro amor para comer y compartir.
A menudo he pensado en él como si fuera el ruiseñor del cuento de Oscar Wilde, que da toda la sangre de su ser para que haya una rosa que pueda florecer.
Ahí nos enteramos de lo que le habían hecho, en palabras con un ritmo casi mecánico, como por miedo a perder segundos para que su denuncia llegara pronto a destino y se pudieran salvar las vidas del Checho Weibel
y Luis Maturana, detenidos desaparecidos.
Todos estábamos conmovidos, queríamos ayudar, pero ojalá sin que papá se continuara arriesgando, ya su aporte había sido enorme.
Y él, muy delicadamente, pero con una decisión que no admitía discusión, le pidió a mamá que alertara a todo el mundo, a la Jota y el Partido, y que difundiera su situación al máximo.
Yo los miraba a ambos, a mamá y papá, como seres venidos de un linaje extraño, sobrehumano, como Lautaro y Fresia, luchadores infatigables, contra fuerzas magníficas que paralizaban a todos, menos a ellos.
Y mi mamá tan convencida como él, ya estaba en acción,
por amor, amor a sus camaradas, a la causa,
y hoy entiendo de manera compleja, también a mí.
Apenas habían tomado a mi padre mamá se había dirigido a los tribunales de justicia, y se instaló frente a la oficina del Presidente de la Corte Suprema, corriendo el peligro que a ella misma la detuvieran, demandando atención inmediata:

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