Un viaje sexual del espíritu

“Nacimos de una pregunta,
cada uno de nuestros actos
es una pregunta,
nuestros años son un bosque de preguntas,
tú eres una pregunta y yo soy otra,
Dios es una mano que dibuja, incansable,
universos en forma de preguntas”

(Octavio Paz/ Figuras y figuraciones)

Quien suponga que ser mujer o ser hombre es un estado fijo, permanente, claro, polarizado y estable, cae en la tentación (grave, por cierto) de igualar nuestra humanidad con la divinidad.

Es un devenir constante, la impermanencia, lo que constituye la esencia misma de la vida, de la existencia toda incluso ajena a la vida.

Las montañas más firmes, los océanos insondables, las estrellas y las lombrices oscuras existen bajo la ley del cambio y sólo se explican en función del tiempo.

Únicamente Dios es permanente y ni siquiera la idea que de Él tenemos escapa a la impermanencia.

En ese contexto, imposible de ignorar, ¿cómo cabría la idea de que “ser humano” es una meta alcanzable, una posible estación definitiva?

La ‘construcción del ego’ de cada quien, en un proceso de adquisición de atributos que empiezan con un nombre y siguen con certificados, títulos, actitudes, ideas y propiedades de la más diversa índole, como quien va acumulando multitud de esquirlas de metal en torno a un eje magnético, fortalece la ilusión de que somos sólidos, estables, prácticamente inmortales.


Pero la verdadera libertad, el proceso de convertirse en persona, exige revertir aquella construcción emprendiendo el arduo camino de ‘disolver el ego’. Esta disolución consiste en quemar los vínculos que nos esclavizan; reconocer los apegos a las ideas, a las personas, a los sentimientos, a los bienes materiales, al poder y disolverlos con el fuego de la contemplación primero y el hielo de la voluntad, después.

El desafío es terrible. No basta ser bueno y cumplir con la ley.

El llamado es a dejarlo todo para andar ligero y seguir la voz del amor.

“Si la ley no hubiera silenciado a las mujeres
para todo y para siempre,
tal vez ellas, porque inventaron
aquel primer pecado del que todos los demás nacieron,
supieran decirnos
lo que nos hace falta saber”

(José Saramago/ El Evangelio según Jesucristo)



Todas las mujeres y todos los hombres, lo dijo Jung y lo
confirma el estudio del embrión humano, llevamos en el centro una doble semilla:
femenina y masculina.

Más allá de la genitalidad que nos equipa diferenciadamente a los hombres y a las mujeres con los órganos necesarios para la reproducción de la especie humana, todas las personas tenemos el potencial para una existencia siempre fluctuante, viva como una corriente eléctrica, entre esos dos polos.

El desarrollo humano de cualquier persona depende, en gran medida, de un aprendizaje que reconoce ese hecho e incorpora, en su trabajo de autoconocimiento, la atención más equilibrada posible a ambos polos.

De ese modo, una mujer será más plenamente persona en la medida en que reconozca, acepte y haga crecer su polo masculino y un hombre será más plenamente persona, en la medida en que lo haga con su polo femenino.

Nuestra cultura machista, patriarcal, masculinoteísta

se opone sistemática y tercamente porque esa realidad amenaza a la estructura de poder; porque significa la plataforma para una verdadera igualdad entre hombres y mujeres y eso... eso sería terrible.
Prefiere nuestra cultura, y nuestro sistema también, aceptar la postura feminista contestataria y de lucha.


Así se legitima y se avala a sí mismo el sistema, manteniendo el poder masculino aunque tenga que pagar el precio de tolerar la protesta de las mujeres.
Y así se mantiene cerrada la puerta de la liberación personal: aquella que consiste en ser persona, una totalidad inseparable que tiene un sexo determinado como base, como punto de partida, pero cuya realización trasciende y da sentido pleno a ese sexo determinado.

No se trata, por supuesto, de negar ni de anular la sexualidad como si ambos polos el masculino y el femenino pudiesen sumar cero. Se trata de disolver la predominancia de uno de esos polos (al menos reducir su fuerza dominante) porque esa predominancia y esa fuerza impiden mirar al otro sexo como igualmente digno, igualmente rico y valioso. No sólo eso: necesario, indispensable para tener una percepción y un entendimiento completo y no mutilado del otro, del mundo, de la vida, del universo.

Este proceso, extraordinariamente violento para quienes hemos sido educados y formados en una cultura que tiene sus fundamentos machistas profundamente enraizados en la desigualdad, en la manipulación y en la injusticia, es también apasionante.

Una vez iniciado, no tiene retorno.
Consiste en la propia conquista interna de la igualdad, la libertad y la justicia.
Consiste en abrirse (con todo el dolor que eso implica) al polo opuesto por años negado, sometido, anestesiado.


Para un varón esto es especialmente difícil, pues trae aparejado el miedo a la vulnerabilidad, a la suavidad, a la ternura, al misterio, a todo aquello que relacionamos con lo femenino y por consiguiente con la temida homosexualidad.

“Sólo el silencio es cierto”
(José Saramago/ El Evangelio según Jesucristo).

En la ‘construcción del ego’ los varones hemos aprendido a atesorar razones, negaciones, poderes reales e imaginarios, fuerza, aptitud para la violencia, coraje, capacidad de manipulación, sentido de competencia y superioridad, entre otras cosas.
En el camino de la ‘disolución del ego’, por contrapartida, hemos de encontrarnos con aquellos atributos femeninos que la cultura nos ha enseñado a desechar como indeseables.
Tendremos primero que verlos con ojos críticos y bien abiertos, para luego aceptarlos y descubrir su fuerza y su luz.
Entonces permitiremos la entrada, a nuestro interior, a ese enorme manojo de sentimientos negados que son, también, ágil vehículo del espíritu.

De un espíritu que no tiene un sexo determinado sino que es todo en todo y que requiere de una apertura incondicional para mostrarse completo. Pues, ¿cómo podría vaciarse entero ese espíritu en una vasija que repele la mitad de su fluido?

El desarrollo humano, necesariamente lanzado a la trascendencia para ser verdaderamente humano, tiene esa vocación integradora.

Desde nuestra propia, específica sexualidad, los varones haremos el recorrido hacia el polo femenino. Podremos contemplarnos en un espejo crecientemente claro, hasta que nuestra imagen desaparezca y quede solamente la luz.

Otro tanto harán las mujeres en su propio recorrido interior.

Este es el camino. En una especie de danza, empezamos por encontrarnos dos hombre y mujer con la torpeza, la ignorancia y la ingenuidad de la juventud, suponiendo que somos eso: un hombre y una mujer.

En la danza juegan después cuatro, como en un juego de espejos, cuando cada uno damos permiso de participar a la pareja que llevamos dentro. Se encuentran y se desencuentran, se separan y se juntan los cuatro polos cuando nos reconocemos ignorantes y nos asomamos juntos al misterio de la vida.

Podemos danzar entonces al ritmo de una esperanza nueva: ni dos ni cuatro. Uno solo al fin, ‘abiertos’ al mundo, abiertos a los demás, abiertos al espíritu. Ligeros, libres de los vínculos esclavizantes del ego, ligeros de alma.

Negarnos esa posibilidad equivale a entrecerrar la puerta para intentar detener a la luz. Equivale a suponer que somos seres acabados, ilusamente establecidos a la mitad del devenir por el que somos llamados a la realización.

Hoy ser hombre significa asumir la responsabilidad de crecer disolviendo: aceptarnos también femeninos y desde nuestro sexo, aprender a experimentar el modo femenino de ser-y-estar-en-el-mundo.

Para saber mejor quienes somos, sacando a la luz lo que se nos ha obligado a mantener en la sombra.

Para descubrir que la espiritualidad es, más que disciplina solitaria, aventura en el riesgo inmenso del encuentro.
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Luis Mariano Acévez
Arquitecto y maestro en Orientación y Desarrollo Humano, fue profesor emérito de la Universidad Iberoamericana Santa Fe



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La verdadera libertad, el proceso de convertirse en persona, exige revertir aquella construcción emprendiendo el arduo camino de ‘disolver el ego’

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