Ella y Él

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La reflexión filosófica se ha centrado en un análisis abstracto de la realidad humana, tratando siempre al hombre en general, sin tener en cuenta que en la realidad concreta existen no sólo hombres, sino ella y él (varones o mujeres).

La realidad humana concreta está dada por una sexualidad masculina o femenina que, en la reflexión actual sobre la persona humana, es abordada también desde una nueva perspectiva llamada género.

Este concepto permite entender que no es la anatomía lo que posiciona a mujeres y varones en ámbitos y jerarquías distintos, sino la simbolización que las culturas hacen de ella.
Dicha perspectiva de género es opuesta al discurso sexual ancestral y a algunas producciones filosóficas que aseguran una naturaleza femenina y masculina irreductible y ahistórica.

Este enfoque generalizante va en detrimento de la realidad humana individual que nunca es primariamente abstracta. La aspiración universalista de la filosofía oculta tras el sustantivo hombre la ausencia de las mujeres.

En efecto, es bastante curioso notar que siempre es el hombre, entendido como varón, el que tiene la prerrogativa en muchos ámbitos (incluida por supuesto la Iglesia institucional), y dicha situación lo refleja también el lenguaje.

La universalidad de los masculinos impide observar que con mucha frecuencia el discurso está elaborado desde una óptica masculina, se refiere únicamente a los varones y va dirigido a éstos en forma polarizada.
La función ocultadora del genérico masculino hace más difícil detectar el vacío temático sobre la realidad humana en cuanto mujer. Dicho ocultamiento de la mujer en la reflexión filosófica lleva también consigo una confrontación dicotómica de los atributos que defienen la identidad masulina y femenina.
El contenido de estas oposiciones asimétricas proviene de dualismos metafísicos y epistemológicos aplicados a los sexos, presentes en el pensamiento filosófico desde la antiguedad griega.

Mientras no seamos conscientes de los condicionamientos de dicho discurso se hará cada vez más difícil contrarrestarlo y, probablemente, seguiremos recurriendo a toda suerte de dudosos esencialismos inmutables para justificar las diferencias o, en caso extremo, las jerarquías entre varones y mujeres.
En este momento de la historia todavía hay poca conciencia de género y de su implicancia en el lenguaje inclusivo, esto es, al hablar de la realidad humana no se la explicita hablando de ella o de él.
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El género masculino es el que predomina sobre el femenino.

Un ejemplo ilustra esta preeminencia. Aunque hubiera cien mujeres y un varón, según la norma de la gramática, lo correcto es referirnos a ellos en términos masculinos y no femeninos.

Debemos decir “nosotros” en lugar de “nosotras”. ¿Son acaso pura casualidad dichas curiosidades del lenguaje?

No lo creo. Algo parecido sucede también al nombrar a Dios.

Muchos y muchas se resisten a considerarlo en términos femeninos, la evocación de Dios y sus atributos están aún marcados por un lenguaje masculino, al cual subyace unos patrones tradicionamente masculinos.

El lenguaje no solamente oculta la presencia de la mujer sino que, por el contario, descubre y resalta desproporcionadamente al varón.

Podríamos pensar que esta realidad es una excepeción en los escritos bíblicos, pero no es así, dichos libros se atienen totalmente a la tiranía de un lenguaje (mentalidad) predominantemente masculino a lo largo de la historia.

En efecto, con el término hombre se menciona toda realidad humana, como si no hiciera falta ninguna distinción entre ella y él.

Cito un ejemplo que corrobora dicha realidad.

Mateo comenta un pasaje del Nuevo Testamento sobre la multiplicación de los panes hecha por Jesús, para la gente que lo seguía, destacando precisamente que eran unos cinco mil hombres los que habían comido, sin contar mujeres y niños.


¿Por qué sólo tienen que ser contados los hombres en tanto varones? ¿Por qué en nombre de un lenguaje genérico es acallada la realidad humana concreta en su condición de mujer?
Son los hombres los que cuentan, los que aparecen, los que hacen la historia, los que administran el poder, los que señalan el derrotero de la filosofía, etc.

Tal vez sea el momento de comenzar a preguntarnos con rigurosidad, en el marco de un debate sólido, los posibles motivos de esta secular preeminencia androcéntrica en desmedro de una consideración equitativa de las personas como varón o mujer.

La conceptualización filosófica, sustento del poder masculino, ha tenido como una de sus llaves temáticas la dicotomía naturaleza-cultura que desde el Aristotelismo hasta nuestros días se ha venido reelaborando continuamente.

En esta polarización la mujer (como mito) ha sido ubicada al lado de la naturaleza.

Los filósofos (las filósofas son invisibles) han asumido el tradicional dualismo de los sexos, situando a la mujer por su función reproductora, ya sea como naturaleza misma, o la más cercana a la naturaleza.

A lo femenino le atribuyen las emociones y el cuerpo, por tanto, ella queda inmersa en la esfera de lo relativo, de lo contigente y lo sensorial, vinculado a una humanidad defectuosa e incompleta (Cf. Fernández, Mercedes, Filosofía y debates feministas, 306).

En cambio, el sexo masculino se atribuye a sí mismo todo lo referente a la cultura, a lo absoluto, a la racionalidad y sus productos más preciados; esto es, los aspectos privilegiados del conocimiento.
De este modo, quedan bien delimitados ambos roles, siendo la mujer naturaleza ha de someterse a ella y a sus periodos, por lo que no deberá sublevarse biológicamente, pues nació para ser madre, su destino es la maternidad.

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Al hombre, sin embargo, le compete culturalizar la naturaleza, por tanto, la mujer acata la norma establecida por el varón.

Es decir, la mujer, consciente o inconscientemente naturaliza la cultura (Cf. Amorós, Celia, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, 1985, 27-30). Estas esencialistas y asimétricas ideas filosofías, son las que están vigentes en nuestra sociedad, dando por resultado entre otros aspectos, la existencia de un código de doble moral que vivimos hasta nuestros días.


La doble moral lleva a considerar que las mujeres son más buenas, más fieles y más castas que los hombres, y por eso se les exige que lo sean, y como los hombres no se quieren someter al código moral de las mujeres, las sociedades se van liberalizando moralmente para todos y todas.

Todavía se exige a muchas mujeres ser mejores que los varones, por ejemplo para desempeñar responsabilidades sociales, políticas o eclesiales. Lo cierto es que, la exigencia a las mujeres de mayor generosidad, integridad, abnegación y disciplina, resulta ser un mecanismo que oculta la subordinación, ya que, en otro de los aspectos, la moral sexual ha resultado ser más tolerante y libre para los varones. Tal vez esta situación de doblez existencial es lo que ha llevado a Sor Inés de la Cruz a exclamar con toda su pasión lírica el conocido poema:




“Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón, sin ver que sois la
ocasión de lo mismo que culpáis;
si con ansia sin igual solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal? (…)
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis”.


Mientras no encaremos con verdad estos antiguos y nuevos prejuicios, seguiremos reforzando la falta de justicia y equidad en relación a los sexos.

Ella y él estarán juntos pero solos y extraños entre sí; cerca pero alejados; sirviendo pero sólo autoafirmándose; sonrientes pero insatisfechos y resentidos; aparentemente libres pero en realidad esclavos y egocéntricos; cultivados pero desintegrados como personas; proclamando amor pero en realidad utilizando; tolerantes pero arrogantes...



En una eterna dicotomía o polaridad como ésta no podemos seguir viviendo, es urgente reconciliarnos con nuestra verdad más honda de seres humanos, sólo a partir de dicha verdad podremos ser libres, porque como bien lo dice Jesús: sólo la verdad nos hará libres.

Teresa del Pilar
Religiosa paraguaya




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