¿Existe el infierno? Esta consulta me ha perseguido durante estos días. Álvaro Ramis

¿Existe el infierno? Esta consulta me ha perseguido durante estos días.

Hace mucho que un tema teológico no causaba tanta inquietud en gente que normalmente no se hace estas preguntas. Pero desde el domingo 10 muchos me han interrogado de formas distintas para saber si realmente existe “algo así” como el infierno. Es una reacción instintiva, algo irracional, que no busca tanto la solución de un dilema metafísico como tratar de encontrar sentido al dilema de la injusticia de este mundo.

Pinochet murió sin condena, y más encima, puede vanagloriarse ante el mundo en un funeral faraónico.
¿Si en este mundo no se ha alcanzado la justicia, es posible que se alcance después de la muerte?
El escritor Carlos Fuentes lo dijo de forma simpática: “El diablo va a tener un mal día, le van a quitar la presidencia del infierno”.

Naturalmente, si nos imaginamos algo así como el averno de Dante, un espacio de fuego y terror, con nueve círculos concéntricos, lo más probable es que el infierno no exista. La sagrada escritura cuando se refiere al tema, ocupa un lenguaje simbólico.

El Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde “será el llanto y el rechinar de dientes” (Mateo 13, 42) o como la gehenna de “fuego que no se apaga” (Marcos 9, 43).

En la parábola del rico Epulón, se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (Lucas 16, 19-31). El Apocalipsis lo representa plásticamente en un “lago de fuego” para los que no se hallan inscritos en el Libro de la Vida, yendo así al encuentro de una “segunda muerte”.

En julio de 1999, Juan Pablo II afirmó que “las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno deben ser rectamente interpretadas. El infierno indica más que un lugar, la situación en la que llega a encontrarse quien libremente y definitivamente se aleja de Dios, fuente de vida y de alegría”.

El infierno es una situación vital, no un espacio determinado. De asumir esta definición, empezamos a comprender que es una realidad antropológica en la que está quien se hace prisionero de su soberbia y de su arrogancia y es incapaz de salir de su “cárcel narcisista”. Es una opción existencial para quien decide vivir egoístamente, por sí mismo, sólo para él, a costa incluso del daño que pueda causar al resto.

En esta opción por la soledad, el ego va construyendo barreras cada vez más impenetrables que, al final, impiden que se pueda discernir entre el bien y el mal, entre la mentira y la verdad, entre el autoengaño y la razón. El catecismo lo resume muy bien diciendo que “morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (n. 1033). Por eso no se podría decir que Dios es el que sentencia al infierno, sino que son los humanos quienes se condenan. Esto implica reconocer el riesgo de que cada uno pueda tomar esa opción, de manera libre, porque Dios no interviene en la libertad humana.

Ni los ritos más ostentosos ni las oraciones más solemnes que podamos hacer en el mundo pueden “salvar” el alma de un autocondenado.
Una misa en estas condiciones no es más que un espectáculo vacío, que viene a reforzar el encierro de quien ha decidido romper sus lazos con la realidad, transformándose a sí mismo en su propio dios.

El único modo de evitar el infierno es mediante el arrepentimiento, volviendo a caminar por sobre los propios pasos. La lengua hebrea es muy gráfica para describir qué implica este proceso: dar la vuelta, regresar, abandonar, y quemar los ídolos que se han adorado. Y en griego, el evangelio habla de “metanoia”: un cambio radical en el pensamiento, en nuestra comprensión de la realidad, en los valores, en las metas, en los propósitos y en las relaciones.

Si existe arrepentimiento verdadero, se debería confesar el pecado públicamente, de manera explícita y consistente. Y finalmente, se debería restituir lo dañado. Si es dinero robado, se debería asegurar su reintegro. Si se ha matado, se debería buscar un modo de reparar el mal ocasionado.

Definitivamente, el infierno existe, pero no como un mar de fuego donde los diablos clavan sus tridentes en la carne.

Tal vez sólo es una proyección del anhelo de impedir que la injusticia triunfe, como ocurre tantas veces. Pero debemos reconocer que existen “demonios” en la mente que hacen que la egolatría logre arrebatarnos aquello esencialmente humano que nos distingue de las bestias: la capacidad de pensar desde el punto de vista del otro.

Cuando eso ocurre, el mal se banaliza hasta parecer como simple “exceso”, suceso insignificante que se justifica como detalle de una gran historia.

Centro Ecuménico Diego de Medellín.
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