Ética cristiana, ética del otro, ética del cuidado

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La ética es la base y fundamento de nuestro actuar. Pauta de nuestra vida con-los-otros; por el simple hecho de ser seres en sociedad.

En este sentido, el cristianismo, el ser cristiano (mejor) también tiene una palabra que decir respecto a la eticidad del hombre.

Las raíces en el mundo judío son ya una puerta de entrada para la pregunta cristiana sobre la ética. Todo el Pentateuco es una búsqueda profunda por el actuar humano. Una pregunta y su respuesta, por el cómo vivir.

La ética de Cristo como ética del otro

Enraizado en la cultura semita, aparece Cristo como paradigma fundamental e irrenunciable de toda ética cristiana. Cristo, en cuanto rostro visible del Dios invisible, en cuanto palabra dicha desde siempre por el Padre, revelándonos lo más íntimo de Dios y lo más verdadero del hombre, nos comunica una ética: ética que, sin temor, llamamos ética del otro.

La reflexión filosófica y teológica, en diálogo y trabajo en conjunto –no siempre– han realizado un arduo camino en la historia. Pasando por diferentes paradigmas, de acuerdo a las conquistas y “revelaciones” que el ser humano ha logrado en el tiempo y el espacio. Los conceptos de ley, persona, sujeto, naturaleza, amor, conciencia, criticidad, racionalidad, heteronomía, autonomía, etc... han desarrollado una auto-concepción y auto-valoración del ser humano profundamente hermosa y radical.

Por detrás de la búsqueda de una ética universal, ha estado siempre la preocupación por una vida más plena, más humana, más humanizante!

A partir de esta narrativa simbólica: plenitud, humanización, sujeto, ética, vida... es que hoy hablamos de un paradigma alteronómico. Aparece el otro como quien me construye, me constituye, me presenta la norma, el valor. El otro es aquel que me humaniza, que me ayuda a ser más yo. El otro es quien me escoge y quien me acoge. El rostro del otro me interpela, me desinstala, me desubica, me dinamiza. Mi eticidad está volcada totalmente hacia el otro. Yo estoy radicalmente inclinado y abierto a la “ob-audiencia” del otro.

El rostro del otro como rostro de Cristo

Aquí queremos detenernos. No olvidemos que hablamos del ser humano, de la persona humana, del individuo concreto, de ahí que esta reflexión sea válida para cualquier credo, religión y estructura.

Ahora, los cristianos encontramos en el rostro del otro, el rostro de Cristo. Así como Cristo en el otro encontraba el rostro del Padre. No es un otro cualquiera quien me interpela y altera, ¡es Cristo! Es Cristo (y el Padre y el Espíritu) quien me escoge, quien me elige.

No en vano Juan afirma que es Dios quien nos escogió primero. Dios optó por la humanidad desde siempre... y estaba tan inclinado, tan volcado a ella que se encarnó. Se comunicó a sí mismo haciéndose humano en Jesús de Nazaret.

Dios es un Dios para el otro. Es un Dios alteronómico. Es un Dios simbólico, que ha querido auto-vaciarse en la humanidad, con rostros concretos.

Así, los cristianos son movidos por el Espíritu, por el Dios en cada rostro herido, sediento, hambriento, encarcelado y desnudo (Mt 25). Aquel Espíritu, que no sabemos de dónde viene ni para dónde va, es quien pautea y norma nuestro actuar.

La ética del cuidado del otro

¿Qué más libertad fundamental esperamos?

Somos Espíritu. Ruaj. Soplo.

Queremos amar y cuidar del otro, cuidar al otro –no poseer– porque el otro me escogió. Eso es lo novedoso. No sólo porque el otro es mi hermano y hermana o es hijo de Dios, sino porque me escogió y me convidó a amarlo.

El otro se ha tornado morada, sagrario del Espíritu de Dios, donde Dios ha querido construir su tienda. Sólo así somos transfigurados: ante la elección que el otro –con rostro concreto– hace de nosotros. Si estábamos desfigurados, somos refigurados y caminamos a configurarnos con Cristo.

La ética del cuidado del otro es uma oportunidad para vivir una experiencia de eternidad, uma libertad trascendental. Donde todo es relativizado: el sujeto, el pecado.

Ver en el otro, sobretodo en el que sufre, al Espíritu que nos llama y nos escoge, es nuestra exigencia para humanizarnos y configurarnos con Cristo. Amén.


En el camino del sucio
Salió de casa al trabajo,

Como cualquier jueves.

En la esquina, el “carasucia”

–como lo llamaban en el barrio–

que recoge basura en su carrito.

“Hoy sí que lo saludo”, pensó el buen hombre.

(¿Será que basta con ser bueno?)

Acercóse medio tambaleante.

El sucio, nada de tonto, percibió que venía a su encuentro.

No había sido un buen día de trabajo para él.

(A las 3:00 ya se había levantado, lo mordió un perro,

lo echaron los policías de una esquina,

su hija se había escapado en la noche de nuevo,

y mejor no seguir contando...)

Hola, ¡buenos días! –dijo el ciudadano.

Nada de buenos, como si Diosito

se escondiera detrás de esas nubes, amigo mío,

–contestó el marginal.

Desconcertado, cual cachetada en el rostro,

sin palabra ni sabor, quedó el bonachón.

Miró p’al cielo y Diosito apareció detrás de la nube mañanera.

Todo cambió.

“Tu rostro” –pensó.

El sucio caminó deprisa,

sabiendo que incomodaba (como siempre).

El escueleado siguió al analfabeto,

se acercó conmovido –sus ojos eran de otro color–

y le dijo: “Te acompaño en tu pega”.

A las 17:00 sin haber comido,

llegaron al hueco-en-una-pared,

donde dormía el sucio.

Ya sin celular, sin agenda,

sin “palm”, sin chaqueta, sin corbata,

sin temor, sin dudas, sin nada.

Ese encuentro terminó.

Salió de casa al trabajo,

Como “cualquier” jueves,

junto con el sucio –Juan– ahora padrino de su hijo.

Amigo, casi hermano, estudiando y trabajando.

Viviendo juntos. Leyendo juntos.

Tomando café juntos.

Pese a las nubes, Diosito le sonríe al Hombre.

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