Las causas de por qué la Iglesia chilena ha perdido poder para influenciar a la opinión pública.

  • Diario de mujer


  • Carlos Peña analiza las causas de por qué la Iglesia chilena ha perdido poder para influenciar a la opinión pública. Rector de la Universidad Diego Portales y columnista de El MercuriO



    Los estudios sobre religiosidad efectuados por el International Social Survey Programme para una muestra de 31 países, muestran que Chile posee un alto índice de creencias religiosas. En esta materia, nuestro país está lejos de países tradicionalmente católicos (pero hoy descreídos) como Portugal, Italia o España, y más cerca, en cambio, de países como Estados Unidos, cuya religiosidad es profusa y variopinta.
    Somos una tierra de creyentes; pero en ella hay cada vez menos católicos.


    A mediados del año 1968, el Papa Pablo VI envió a las conferencias episcopales de todo el mundo el texto de una encíclica. Era Humanae Vitae. En ella se condenaba el uso de cualquier método anticonceptivo, salvo, claro, la abstinencia.
    Apenas la recibió, el Cardenal Raúl Silva Henríquez despachó un cable a Roma: pedía se postergara su publicación.
    El Cardenal opinaba que una encíclica como esa alejaría a los fieles. La Iglesia, pensaba Silva Henríquez, debía aliviar la carga de la vida (especialmente de los agobiados por la pobreza) en vez de hacerla más gravosa.
    La respuesta fue una severa reprimenda. Y la encíclica se publicó igual.
    Silva Henríquez no cedió. En conjunto con profesores de la Facultad de Teología, preparó entonces una intervención por TV. En ella (y haciendo uso de un vozarrón de profeta) subrayó que la conciencia de los fieles era la que tenía la última palabra.
    Cuarenta años después la situación es exactamente la inversa.
    El Cardenal Errázuriz (con una voz que, al contrario de la de Silva Henríquez, es más bien delgada, casi un susurro) no se cansa de condenar una y otra vez el uso del condón e incluso aboga porque no se le publicite de manera directa. La píldora del día después se equipara con una maniobra abortiva y a quienes la defienden se les hace partícipes de una “cultura de la muerte”. La Facultad de Teología enmudece y es reemplazada en el espacio público por la bioética. La sofisticada reflexión acerca de la praxis de la fe es sustituida por la normativa acerca de la praxis médica.
    Allí donde hace apenas cuarenta años había una Iglesia comprensiva con los problemas de la intimidad, pero severa en lo social (son los años en que la Iglesia habla de “violencia institucionalizada” para caracterizar las estructuras sociales y económicas de Latinoamérica), hoy existe una Iglesia que es severa en la intimidad y más bien tibia en lo social (como lo prueba el hecho que ha pasado de diagnosticar un pecado social a sugerir apenas un sueldo ético).
    Exactamente al revés que hace cuatro décadas.
    El resultado es que la Iglesia ha perdido influencia en la opinión pública. Los chilenos (y chilenas, como suele decirse hoy) siguen definiéndose como creyentes; pero ya le hacen poco caso a la Iglesia. La fe (la convicción que la vida humana tiene un sentido que la trasciende y al que nos asomamos mediante la oración y el rito) se ha “desacoplado” de la Iglesia institucional.

    Los incómodos datos
    Los estudios sobre religiosidad efectuados por el International Social Survey Programme para una muestra de 31 países, muestran que Chile posee un alto índice de creencias religiosas. En esta materia, nuestro país está lejos de países tradicionalmente católicos (pero hoy descreídos) como Portugal, Italia o España, y más cerca, en cambio, de países como Estados Unidos, cuya religiosidad es profusa y variopinta.
    Somos una tierra de creyentes; pero en ella hay cada vez menos católicos.
    Así lo muestran los censos.
    Mientras el año 1992 el 76,7% de los mayores de 15 años decía ser católico, diez años después esa declaración la formulaba sólo el 70%. En tanto, la cifra de evangélicos se incrementó de un 6,18% que había en 1970, a un 15,1% en 2002. Estas cifras son consistentes con otros estudios de opinión pública que muestran la presencia, concentrada sobre todo en sectores populares, de los credos evangélicos de origen metodista, asociados a la figura popular de Canut Le Bon (no fue siempre así, por supuesto, inicialmente el credo metodista se concentró en las élites, como lo prueba la fundación del Colegio Santiago College).
    Pero lo más notorio es la baja de católicos observantes.
    La Encuesta Nacional de Iglesia (realizada por la Universidad Católica, el 2001) mostró que quienes se decían católicos tenían una baja adhesión a las prácticas religiosas o a las orientaciones morales de la Iglesia. Apenas un 23% dijo ir semanalmente a misa o algún otro servicio religioso; menos de un tercio condenaba el divorcio; y apenas un 20% se oponía al uso de anticonceptivos (la práctica que, según vimos, condenó Humanae Vitae). Entre 1958 (fecha de una encuesta de Eduardo Hamuy, el pionero de los estudios de opinión) y 1998 (según la encuesta nacional de opinión pública del CEP) el número de católicos observantes había disminuido ¡de 33,2% a un 18,5%!
    En fin, la Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica (del año 2008) mostró que un 47% de los chilenos aceptaba alguna forma de aborto. Y si bien la muestra no se encuentra estratificada por religión, se trata de una cifra alarmante en un país que, según el mismo estudio, tiene un 67% de católicos.
    Lo que sugieren esos datos es que los creyentes ya no van de la mano de la Iglesia. O si se prefiere, que la Iglesia predica hoy en algo parecido al desierto.
    No es pérdida de fe –ya se dijo: Chile es una tierra de creyentes– sino de confianza en la institución eclesial. El capital simbólico de la Iglesia se ha depreciado. Un estudio de marcas muestra que el valor atribuido a la imagen de la Iglesia cayó desde un valor de 91,8% en el año 2001 a apenas un 48,6 en el año 2009 (www.thelabyr.cl).
    ¿Qué está pasando?
    Lo que ocurre es que la religión está transitando de algo que se hereda, a algo que se escoge.
    Ese fenómeno explicaría tanto la pérdida de poder de la Iglesia en la opinión pública, como el auge del Opus Dei o Los Legionarios de Cristo, y otras formas de catolicidad semejantes, en las élites y en los grupos ascendidos.
    ¿Cuáles son las causas más obvias de ese fenómeno?
    Las anunció Marx hace un siglo y medio: el cambio en las condiciones materiales de la existencia.

    Creyentes pero indóciles
    Si se mira lo que ha pasado en Chile en los últimos veinte años, ese proceso no tiene nada, o casi nada, de raro.
    Lo que ocurre es que los chilenos hemos experimentado, en los últimos veinte años, un cambio radical en las condiciones materiales de la existencia. Y esos cambios han sido seguidos por transformaciones culturales que son las que hoy día desafían a la Iglesia (y a la política).
    Veamos.
    La educación básica y media se ha expandido, hoy día la cobertura es casi universal y las expectativas de escolaridad para un niño de cinco años es hoy de 15, seis años apenas una fracción por debajo de los países de la OECD; la educación superior se ha masificado y ya traspasamos el 40% de cobertura y siete de cada diez alumnos son hijos de padres que nunca alcanzaron ese nivel educacional; la vivienda propia, antes una verdadera quimera, hoy día es una realidad para el 75% de los chilenos; el automóvil se ha masificado y los medios de comunicación se han expandido como nunca antes; los malls proliferan y el consumo de bienes materiales y de bienes simbólicos, crece. En suma, hoy día los chilenos vivimos más y vivimos mejor.
    Nunca antes en la historia las grandes mayorías habían experimentado en el curso de quince o veinte años cambios que antes se alcanzaban en dos o tres generaciones.
    En otras palabras, nunca la biografía personal de tantos hombres y mujeres fue capaz de recoger en el curso de su propia vida cambios tan bruscos y tan radicales en sus condiciones materiales de vida. Hemos transitado en todos estos años de ser una sociedad más bien tradicional y excluyente, a una sociedad de masas, inclusiva y más moderna. Los bienes de la modernización y de la democracia −que casi siempre los imaginábamos separados− están por vez primera de la mano en nuestro país.
    El resultado es obvio: cuando usted ha experimentado en el curso de su vida tamañas transformaciones, empieza a creer más en sí mismo y menos en factores ajenos a su propia voluntad. Entonces hasta la fe se hace depender de la propia voluntad. La fe se individualiza y se hace electiva.
    Es que cuando usted ha hecho la experiencia de gestionar su propia vida y acceder a bienes que hasta ayer parecían inalcanzables (esta es la experiencia de buena parte de las mayorías que hoy se llaman aspiracionales y que habitan Maipú o La Florida) usted comulga menos.
    Y en ningún caso lo hace con ruedas de carreta.
    Ser pastor es así más difícil.
    Como usted comprende, no es lo mismo conducir a un puñado de fieles que experimentan la vida como un destino (los chilenos de hace cuarenta años), que dirigir a quienes han hecho la experiencia de transformarla con su propio esfuerzo (los chilenos de los veinte que acaban de pasar).
    A estos últimos les cuesta más tener tutores.
    Así las mayorías se vuelven indóciles. Y las minorías dominantes buscan formas de mantener la diferencia.

    Las élites: diferenciarse por la fe
    El proceso de expansión del consumo hace difícil la diferenciación social. Cuando las profesiones se masifican (hoy día cualquiera es abogado, periodista o rector universitario) y el consumo material alcanza a todos (hasta las marcas se han democratizado) la fe y las creencias pueden ser la tabla de salvación de las élites.
    Las élites que por habitus familiar, o por asimilación, se sienten distintas, necesitan algo que confirme esa diferencia.
    Ellas, que monopolizan el poder social y económico, quieren poseer también la virtud. Y la Iglesia Católica que las maltrató simbólicamente en los sesenta (cuando impulsó la reforma agraria y fustigó las diferencias de clase) hoy día, mediante el Opus Dei o Los Legionarios, provee de un sentido moral al bienestar de que gozan y de un cemento social que consolida redes de intercambios y de influencias.
    El caso del Opus Dei es, en ese sentido, notable.
    Dentro de la catolicidad, el Opus es lo más parecido a la ética protestante que examinó Weber en los inicios del capitalismo.
    Weber constató que el capitalismo se había encendido como una hoguera en los países protestantes más que en los católicos. Como el protestantismo no garantizaba la salvación (si usted se salvaba o no era independiente de sus obras) angustiaba a las personas. Entonces el trabajo metódico y esforzado les permitía escapar de la angustia o adivinar la voluntad de Dios.
    Es lo que se conoce como el ascetismo intramundano.
    El Opus es lo más parecido a eso. Como todos estamos llamados a la santidad a condición que hagamos bien lo que nos tocó en suerte (lo que sus fieles llaman “el deber de estado”), el Opus enseña la ética del esfuerzo, del dominio del carácter y del trabajo bien hecho. La riqueza y el bienestar material no tienen nada de pecaminoso. Son el resultado de la virtud. Así las élites empresariales comienzan a encontrar en esa forma de catolicidad algo que confiere sentido al esfuerzo cotidiano que demanda la modernización y que, a la vez, las diferencia en este mundo donde el mercado y la democracia parecen igualarlo todo.
    Los Legionarios de Cristo cumplen funciones sociales más o menos parecidas.
    Son más pragmáticos que el Opus y más comprensivos con las caídas de sus fieles; pero proporcionan también un sentido de pertenencia moral y de distinción en estos tiempos en que la modernización parece amenazarlo todo.
    Fieles a su origen histórico (surgen en México durante la “guerra de los cristeros” que es, dicho sea de paso, el fondo de la novela de Graham Greene, El poder y la gloria) los Legionarios parecen poseer un sentido de minoría, como si la catolicidad estuviera amenazada por un mundo descreído e infiel.
    Como sea, unos y otros, opus y legionarios, se expanden con naturalidad en los grupos de más altos ingresos, cultivando una fe centrada en la intimidad personal, menos preocupada del incómodo “pecado social”, más ritual que intelectual. Justo lo contrario de lo que han llegado a ser los jesuitas: abiertos a las masas, con una fe más intelectualizada, más preocupados de la teología que de la bioética.
    La Iglesia, por su parte, encuentra en el Opus o los Legionarios una oportunidad de recuperar el poder y la influencia allí donde las masas principian a ponerse indóciles.
    Como quien dice: si no puedes seducir a las mayorías, al menos influye en los grupos que manejan el poder.

    La paradoja de la Iglesia
    Esa es la paradoja de la Iglesia de hoy: débil en la opinión pública, cada vez más fuerte en la cúspide; débil en la calle, fuerte en las minorías que poseen el poder informal.
    ¿Cómo pudo llegar a eso?
    Lo que muestra la literatura, es que la modernización de las sociedades (el proceso que nuestro país ha vivido en las dos últimas décadas) induce en las personas un extendido proceso de individuación. Las instituciones básicas de las sociedades modernas (la democracia y el mercado) invitan a las personas a verse a sí mismos como individuos, como sujetos que son autores y actores del guión en el que consiste su existencia, seres que viven su vida como el fruto de una libertad radical.
    Nada de ese fenómeno (como lo ponen de manifiesto las cifras) impide que las personas tengan creencias religiosas firmes y extendidas; pero esas creencias ya no se viven de manera incondicional, sino como fruto de la libre elección. Es lo que algunos sociólogos denominan la “protestantización” de las religiones. El resultado lo estamos viviendo en Chile: la fe se desacopla de la Iglesia. La gente cree, pero ya no va a misa; tiene convicciones acerca del sentido de su propia vida, pero ya no acepta que ella sea conducida desde fuera de su propia voluntad; reza y se somete a la voluntad de Dios, pero cada vez necesita menos a los pastores.
    En suma, las personas prefieren una fe vivida desde la autonomía. Los tiempos en que las personas se “encontraban” con una religión que estaba más allá de su propio discernimiento, parecen estar pasando.
    Así entonces las masas comienzan a alejarse de la Iglesia (pero no de la fe) y las élites (especialmente económicas) comienzan a agruparse en torno a las creencias las que, en su conjunto, pasan a configurar un estilo de vida que opera casi como un marcador social.
    Ese es, como vimos, el caso del Opus Dei o de Los Legionarios.
    Esa es también la paradoja: una Iglesia débil en la opinión pública, pero fuerte en algunas élites (especialmente económicas) ¿Cómo se evalúa esa realidad desde el interior de la Iglesia?
    Si las mayorías no obedecen, ¿peor para ellas?
    Para la Iglesia no es fácil resolver esa paradoja.
    La Iglesia no puede renunciar a las verdades en las que cree para ganarse el favor de las mayorías. Después de todo, el valor de la doctrina es independiente de la cantidad de gente que adhiera a ella. Pero tampoco puede (como lo advertía Silva Henríquez a propósito de Humanae Vitae) ponerse de espaldas a las mayorías y renunciar a acompañarlas en su vida cotidiana. Algo así equivaldría a renunciar a su labor pastoral.
    Ese es el dilema actual de la Iglesia Católica de hoy: ¿cómo acercarse a las mayorías sin renunciar a las verdades que dice atesorar?
    En la Homilía Pro Eligendo Romano Pontífice, el Cardenal Ratzinger, horas antes de asumir el papado (entonces Ratzinger era un teólogo que se codeaba con lo más graneado de la intelectualidad europea) identificó como el mayor de los peligros al relativismo: “El dejarse llevar por cualquier viento de doctrina −dijo entonces− aparece como el único atisbo que parece imperar en los tiempos actuales”. Nosotros, en cambio, advirtió, “tenemos otra medida, el Hijo de Dios, el verdadero hombre”.
    Así que ya sabemos. A la Iglesia no le quedaría más que proclamar la verdad en la que cree.
    Aunque ello la deje en minoría. Es lo que está ocurriendo hoy. Justo lo que temió Silva Henríquez cuando trató que Humanae Vitae no se publicara.

    http://www.poder360.com/article_detail.php?id_article=2453



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