El lenguaje patriarcal sobre Dios ha implicado una invisibilidad de las mujeres ¿Y si las mujeres tuviéramos más participación en la estructura eclesial?

 ¿Y si tuviéramos voz y voto?
De la Teóloga Carolina del Río
La actual crisis que atraviesa nuestra Iglesia es grave, qué duda cabe.
 Se han roto confianzas, se ha cortado el vínculo emocional de muchos con sus pastores, se han despedazado esperanzas, sueños, imágenes, expectativas…
 Se está desmoronando –en buena hora- el halo sacrosanto que envolvía la condición sacerdotal para hacer emerger ¡por fin! una verdad tan esencial como obvia y olvidada: los sacerdotes son humanos y, como tales, están sometidos a las mismas pasiones, conflictos y dudas que toda la humanidad.
Pero, a diferencia de la gran mayoría de ésta, el imaginario sacerdotal les ha conferido poder y parecía alejarlos de las debilidades de todos.

No es así. A la luz de los dolorosos episodios de abusos conocidos, me pregunto ¿Y si las mujeres tuviéramos más participación en la estructura eclesial? ¿Y si tuviéramos voz y voto? ¿Y si pudiéramos incidir en la formación de los sacerdotes? ¿Y si nos escucharan más y nos normaran menos? ¿Algo de esto podría haber sido evitado o enfrentado de otra manera? Tal vez, pero lo que sí es un hecho es que las mujeres hemos estado desde hace tiempo alertando de los peligros de una jerarquía con poder exclusivamente masculina, y de una religión masculinizada.
 En este quicio histórico y emocional me parece necesario cuestionar y dejar que irrumpan las voces de las mujeres y sus preguntas.
 ¿Qué quiere decir una mujer cuando dice Dios? ¿Qué quiere expresar? ¿Qué busca significar?
 Abordar hoy el problema del lenguaje sobre Dios y la praxis eclesial masculinizante es entrar en un terreno pantanoso plagado de prejuicios, temores y paradigmas tambaleantes. Sin embargo, es necesario -urgente- plantear elementos y propuestas que permitan empezar a tejer nuevas relaciones y un nuevo discurso sobre Dios utilizando metáforas femeninas, masculinas y cósmicas; hay en ello una urgencia de justicia hacia las mujeres y, más que nada, hacia Dios mismo. La novedad del discurso de las mujeres es que se alza desde una experiencia histórica de invisibilidad y silenciamiento. Y dada esa experiencia, para ellas Dios es liberación, voz, gracia, fuerza para resistir, integración, dignidad. 

 El varón, en cambio, cuando dice Dios, se identifica -incluso sexualmente- con un “padre”, con el poder, la autoridad, porque habla desde la semejanza, la igualdad.
La experiencia femenina de Dios no solo es experiencia amorosa y de libertad. Es, ante todo, una experiencia de fe: “La mujer tiene la conciencia de un ‘Otro’ que trasciende y subyace en la realidad cotidiana que ella vive, un Dios con el que puede establecer una relación dialogal que le interesa más que saber qué o quién es. Y esto la lleva a experimentar a Dios con-pasión y como una pasión, una pasión de libertad y misericordia amorosa, porque a pesar de esa realidad cotidiana en la que parece que el Dios masculino hace todo lo posible por apartarla de su camino, no consigue lograrlo.
[1] ¿Cuál es el modo adecuado de hablar de Dios considerando la paulatina toma de conciencia de la dignidad de las mujeres? La auto-percepción femenina ha estado condicionada (dañada, incluso) por la interiorización de las imágenes y roles que se les han asignado desde el mundo masculino.

 El problema del lenguaje sobre Dios no es marginal. Asistimos hoy a una revolución del modo de hablar de Dios, no solo porque las mujeres hacen oír sus voces, sino porque comienzan a introducirse, en los discursos clásicos, elementos nuevos nacidos de nuevos sujetos. Las mujeres, los indígenas, los ecologistas, etc., son solo el comienzo y el vehículo actual del Espíritu para movernos a la conversión y a una nueva manera de pensar al Absolutamente Otro/a. 

 Dios es varón El símbolo público de Dios como “varón”, la invisibilización de otros símbolos y la toma de decisiones que ello implica, ha sido denunciado como marginador y excluyente por muchas mujeres en la Iglesia y en la sociedad porque evidencian la marginación de que muchas son objeto.
Lo que está en juego en esta cuestión es la verdad misma sobre Dios, inseparable de los hombres y mujeres, y de sus vidas. Si Dios no puede develarse en las mujeres, Su mismo misterio estaría incompleto.
;Una praxis y un lenguaje elaborado por hombres y desde experiencias masculinas parece excluir -como inadecuado- no sólo el lenguaje desde las mujeres, sino también las experiencias que lo suscitan. Tal lenguaje sobre Dios incide en la auto-percepción femenina, su identidad y misión, su búsqueda espiritual y sus formas religiosas. Y, más que nada, implica un oscurecimiento del misterio mismo de Dios al quedar clausurado en metáforas sólo masculinas. “Padecer la inculturación de mil sutiles maneras a través de la socialización familiar, la educación,
[3] los medios de comunicación y la práctica religiosa, hasta hacer creer a las mujeres que no son tan capaces como los hombres y que ni siquiera se espera que lo sean, conduce a un sentimiento interiorizado de impotencia. La interiorización del estatus secundario funciona como una profecía que se cumple automáticamente inculcando baja autoestima, pasividad y una valoración inadecuada de sí misma, incluso cuando está claro que no es verdad”.
[3] Si el símbolo de Dios funciona como signo primordial de nuestro sistema religioso, es decir, refiriendo a él permanentemente para la comprensión de la experiencia de vida, de la orientación vital de la comunidad y de la construcción de la visión de mundo, resulta que nuestro sistema religioso está estructurado sobre un símbolo que excluye a media humanidad. El símbolo público de Dios como varón, la invisibilización de otros símbolos y la toma de decisiones que ello implica, ha sido denunciado como marginador y excluyente por muchas mujeres en la Iglesia y en la sociedad, porque evidencian la marginación de que muchas son objeto. Lo que está en juego en esta cuestión es la verdad misma sobre Dios, inseparable de los hombres y mujeres, y de sus vidas. Si Dios no puede develarse en las mujeres, Su mismo misterio estaría incompleto. La irrupción de las mujeres en la sociedad nos obliga a preguntarnos acerca de si el lenguaje y la antropología que subyace a él, pueden constituirse en criterio de verificación de la teología actual. O, en otras palabras, ¿de esta antropología y su discurso deviene la epistemología de la teología que debe hoy dialogar con el mundo? La aparición de las mujeres como sujetos teológicos, es decir, como “hacedoras de teología,” y la interpelación que surge de ese mismo pensar teológico traen necesariamente aparejada una revisión y rearticulación de contenidos. Más aún si esa teología busca dialogar con la cultura. Hoy las mujeres vivencian que se puede ser católica y feminista,
[4] mostrando que es posible, pertinente y necesario establecer puentes y recorrer un camino de apertura dialógica que, más pronto que tarde, será urgente. Si el lenguaje sobre Dios es per se complejo y problemático desde los orígenes, las teologías feministas han añadido una complejidad que es realmente nueva.
 El análisis desde esta mirada permitió confirmar una sospecha: Dios es varón y la humanidad, masculina. La equivalencia de términos fue denunciada por teólogas pioneras que se atrevieron a iluminar las sombras, sabiendo que de ello dependía una mejor comprensión de lo que Dios es y de lo que es la humanidad. Se hacía, entonces, necesario sospechar de un símbolo exclusivamente masculino de Dios. Para el filósofo francés Paul Ricoeur, por ejemplo, el recurso a los símbolos, a cualquiera, -en este caso Dios en masculino principalmente como “padre”- encierra siempre algo sorprendente y escandaloso.
El símbolo, a su juicio, no es nunca transparente, sino opaco; está dado por medio de una analogía o una metáfora, pero sobre la base de un significado literal que le confiere raíces a la experiencia concreta. Además, para Ricoeur tiene un carácter contingente dada la diversidad de lenguas y culturas que se verifican precisamente en esa experiencia concreta; es decir, puede ser un símbolo u otro.

[5] Dado lo anterior, un símbolo vivo debe ser constantemente descifrado, interpretado y reinterpretado para no convertirse en un símbolo muerto o in-significante; en otras palabras, si el símbolo no asume la diversidad de opciones que surgen de la historia misma, se aleja de su cuna y de la posibilidad de ser vivificante. Ahora bien, esa interpretación puede ser y es, sin duda, problemática, más aún tratándose de un símbolo primordial como es el de Dios. ¿En qué sentido la interpretación puede ser problemática?
 En varios: Puede desvirtuarse la acción permanente del Espíritu en la humanidad, y particularmente su acción en la experiencia concreta de fe de los hombres y mujeres de cada época, asumiendo que la verdad ya ha sido dicha de una vez y para siempre y que, por lo tanto, cualquier nueva interpretación atentaría contra lo ya dicho. Puede ser problemática también cuando se interpela acerca de si el símbolo de Dios, tal y como es concebido, implica la transformación vital de los creyentes, hombres y mujeres o, más bien, mantiene un determinado statu quo. Puede, incluso, ser problemática cuando nos preguntamos acerca de la normatividad de los Evangelios y la praxis de Jesús como si, de pronto, Su presencia actuante en el mundo hasta el fin de los tiempos no implicara ir sacando las consecuencias de su encarnación, acontecida históricamente, pero actualizada en cada tiempo por la acción del Espíritu. Más aún, ignorando que sus mismos discípulos o sus seguidores o los evangelistas tuvieron que hacer su propia interpretación del acontecimiento salvífico de Jesucristo, su propia hermenéutica, primero para que la encarnación fuera salvadora para ellos mismos, y luego, para que fuera salvadora para sus respectivos receptores.
 La interpretación del símbolo de Dios puede ser problemática en los aspectos mencionados y en muchos otros. Sin embargo, parece especialmente complejo negar la actualización del símbolo cuando, las mujeres, se convierten en sujetos que, desde sus propias experiencias vitales y de fe, animadas por el Espíritu, plantean que tal estado de cosas no es salvador para ellas o, peor aún, que contribuye a su subordinación y a la injusticia. Más que desechar el cuestionamiento por inadecuado, me parece que la actitud prudente sería sumergirse en la pregunta y descubrir en ella misma los atisbos de verdad que encierra tal reclamo. Se ha dicho insistentemente que Dios es espíritu, que no es varón ni mujer, ni masculino ni femenino, que no tiene sexo; aún así, el imaginario espontáneo cuando se piensa a Dios, es masculino. Dios se nos aparece como varón con la consiguiente y dramática exclusión del cuerpo femenino. El lenguaje patriarcal sobre Dios ha implicado una invisibilidad de las mujeres y una exclusión de las instancias de formación de dicho símbolo público, y por tanto, político; de la toma de decisiones y de la forma de aproximarse y de relacionarse con Dios. Pero, no sólo ha tenido efectos en esos ámbitos propiamente religiosos, teológicos y eclesiales. Tal vez, el efecto que con más fuerza se ha denunciado es que el símbolo de Dios, elaborado exclusivamente desde el mundo masculino, ha implicado una subordinación de las mujeres, una exclusión o subvaloración de sus experiencias y relaciones, marcadas por la jerarquización y por relaciones de dominación-subordinación. Se ha dicho insistentemente que Dios es espíritu, que no es varón ni mujer, ni masculino ni femenino, que no tiene sexo; aún así, el imaginario espontáneo cuando se piensa a Dios, es masculino. Dios se nos aparece como varón con la consiguiente y dramática exclusión del cuerpo femenino. Buscar nuevas formas -palabras, símbolos, imágenes, metáforas, analogías, etc.- que resulten adecuadas para hablar de Dios en cada época específica y en cada realidad cultural no es infidelidad al Evangelio o a la Tradición. Por el contario, en palabras de Santo Tomás de Aquino esto “no se trata de una especie de novedad que deba ser evitada. Ni se trata de algo profano, pues no nos desvía del sentido de la Escritura.”

6] ¿Cómo proclamar, entonces, la Buena Nueva hoy a los y las creyentes que ya no aceptan la inferioridad de las mujeres o las relaciones asimétricas y jerárquicas? Los relatos sobre Dios que hemos conocido han sido elaborados por varones -la mayoría clérigos y célibes- ubicados jerárquicamente en un sitial cualificado que les entrega el poder de determinar los códigos a utilizar. En esta homogeneidad de origen del discurso puede observarse con claridad el sesgo de género. “Dicho lenguaje se ha edificado sobre representaciones sociales binarias, instituyentes de jerarquías: espíritu/cuerpo, esencia/accidente, necesario/contingente, forma/materia, varón/mujer. Un orden ético y político de lo bueno/lo malo, lo correcto/lo incorrecto ha sido instaurado por el lenguaje religioso y lo ha grabado sobre los cuerpos. Las relaciones de poder, articuladas en el discurso religioso sobre Dios, han atravesado los cuerpos, desplegando una estrategia de biopoder vascularizada en las múltiples relaciones de poder en que se halla situado cada sujeto en el contexto religioso, favoreciendo la gobernabilidad de los mismos según esquemas sexistas.”

[7] La profundización, crecimiento y mayor comprensibilidad de las realidades humanas y divinas requieren de una adecuación permanente de lenguajes que son siempre provisorios, un ensayo. Si el misterio de Dios es inabarcable, la elaboración y reelaboración de los conceptos, la historia misma de los discursos y del lenguaje sobre Dios, no puede darse por terminada. Nuevas realidades desafían y, hoy, una de ellas es la voz de las mujeres que está permitiendo vivir un nuevo momento de la Tradición de la Iglesia. Aparece un campo semántico desconocido en el que es preciso aventurarse. Conciencia del yo femenino Un discurso patriarcal sobre Dios puede funcionar –lo vemos a diario- para justificar las estructuras sociales de dominio/subordinación. El androcentrismo, en el que el varón es la medida de todas las cosas, es contrario a la genuina e igual dignidad humana de las mujeres. Tomar conciencia del malestar y sufrimiento de mujeres y varones, y mostrar la supresión de la memoria de la actividad de las mujeres, permite crear las condiciones de posibilidad para dar inicio a lo que Elizabeth Johnson, teóloga norteamericana, llama una “praxis de resistencia y esperanza”. Praxis que comienza con la resistencia a un lenguaje considerado religiosamente idolátrico, porque absolutiza solo algunas metáforas ocultando el misterio divino en toda su anchura. A juicio de Johnson, es idolátrico cualquier lenguaje sobre Dios que no tenga presente su carácter simbólico y evocativo. Lo que decimos de Dios nunca corresponde adecuadamente a Su realidad inefable.

Es necesario reconocer que el lenguaje son solo intentos de decir lo indecible por analogía. Ya lo afirmaba el Concilio de Letrán IV, en 1215: “Lo que Dios es en su esencia y en su naturaleza nunca lo ha descubierto ningún hombre ni podrá descubrirlo (…) no puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la criatura, sin que haya de afirmarse mayor desemejanza.”


[8] Un discurso patriarcal sobre Dios puede funcionar -lo vemos a diario- para justificar las estructuras sociales de dominio/subordinación.

 El androcentrismo, en el que el varón es la medida de todas las cosas,

[9]es contrario a la genuina e igual dignidad humana de las mujeres. Para Johnson, la idolatría religiosa no sólo implica absolutizar las metáforas masculinas y olvidar el carácter simbólico y evocativo del lenguaje sobre Dios. Asume la crítica expuesta por Rathford Ruether con relación al status masculino en el que el hombre sería considerado más teomorfo, es decir, más parecido a Dios que la mujer. “Es idólatra hacer a los hombres ‘más iguales a Dios’ que a las mujeres. Resulta blasfemo usar la imagen y el nombre de lo Santo para justificar el dominio patriarcal (…) La imagen de Dios como varón con predominio es fundamentalmente idolátrica.”

[10] La semejanza natural de los varones con Jesucristo y de éste como Dios visible en la tierra no es argumento para mantener a las mujeres sin ciudadanía plena dentro de la Iglesia. La mujer no puede alcanzar tal semejanza natural salvo que se abstraiga de su cuerpo y de su identidad sexual; y un Dios encarnado, que ha puesto su morada entre nosotros, apunta en la dirección exactamente contraria. Un elemento fundamental en el proceso de toma conciencia y conversión de las mujeres es la experiencia de sí misma. La experiencia de Dios no es químicamente pura sino que está siempre mediada por el yo y sus condicionamientos. “A este nivel pretemático desde donde surge nuestro propio misterio experimentamos también el misterio santo de Dios como contexto mismo de nuestra propia autopresencia.”

[11] La experiencia de una misma, unida a la solidaridad en la memoria y la narrativa, abren a las mujeres a una nueva dimensión religiosa en donde Dios es experimentado como fundante de su identidad femenina. Esta afirmación del propio yo femenino no implica ni un solipsismo ni una confrontación con lo masculino, sino más bien, desde una autonomía plenamente fundada, un salir al encuentro del otro/a en busca de comunión. La amistad y el mutualismo

[12] son piedras angulares de la estructura relacional que propone la ética feminista. Otro elemento a mencionar en torno a la experiencia de las mujeres y la gestación de su nueva conciencia dice relación con la forma en que éstas se relacionan con la imagen de Dios y con la de Jesucristo. El cristianismo ha sostenido siempre que hombre y mujer han sido creados a imagen de Dios (Gn 1-2). Las mujeres hoy reclaman, también para sí, aprehender y apropiarse de esa imagen de Dios como personas concretas, con nombre, apellido e historia. Y es un reclamo legítimo. Esto es ya una razón para empezar a hablar de Dios, también legítimamente, en femenino. Si las mujeres toman conciencia de que son ellas también teomorfas, ¿por qué no podrían referirse a Dios con imágenes femeninas? La realidad humana de las mujeres, la amistad o la maternidad, por ejemplo, ofrecen metáforas tan adecuadas para decir a Dios como las masculinas. Y lo más exacto de todo sería recordar que el misterio de Dios es siempre más grande de lo que pensamos y, por cierto, de lo que alcanzamos a balbucear. Así al menos lo entendió el Papa Juan Pablo I cuando, en 1978, y a propósito de las negociaciones de paz para el Medio Oriente, que realizaba el ex presidente Carter de Estados Unidos, afirmaba: “Los que estamos aquí tenemos los mismos sentimientos; somos objeto de un amor eterno por parte de Dios. Sabemos que siempre tiene sus ojos sobre nosotros, incluso cuando parece que está oscuro. Dios es nuestro padre; más aún, Dios es nuestra madre. Dios no quiere hacernos daño, sino sólo ser bueno con nosotros, con todos nosotros. Si los hijos están enfermos, cuentan con una razón más para ser amados por su madre. Y también nosotros, si por casualidad nos sentimos arrastrados por la maldad o vamos por el mal camino, contamos con una razón más para ser amados por el Señor.”

[13] La metáfora maternal para hablar de Dios es perfectamente adecuada. Si varón y mujer han sido creados, ambos, a imagen de Dios ¿por qué sólo el rol paternal resultaría adecuado y no así el maternal? Sin embargo, por muchos, la metáfora femenina de la maternidad no es percibida como adecuada, incluso por otro Papa, Benedicto XVI: “¿Es Dios también madre? Se ha comparado el amor de Dios con el amor de una madre: ‘Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo’ (Is 66,13) (…) El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor en el término hebreo rahamin, que originalmente significa ‘seno materno’ (…) La imagen del padre era y es más adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creador. Sólo dejando aparte las deidades femeninas podía el Antiguo Testamento llegar a madurar su imagen de Dios, es decir, la pura trascendencia de Dios (…) A pesar de las grandes imágenes del amor maternal, ‘madre’ no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste. Sólo así oramos del modo correcto.”

[14] Como se puede ver, ambas opiniones emanan de igual jerarquía, sin embargo, apuntando en direcciones diametralmente opuestas. Cabría preguntarse, entonces, ¿Qué implicaría referir a Dios como madre? ¿Qué consecuencias prácticas podría tener? ¿Las Escrituras no dan pie suficiente para hablar de Dios en femenino? En las Sagradas Escrituras ¿no se privilegiaron determinadas metáforas acordes con el contexto patriarcal en el que fueron escritas?[15] Y, más aún, sería necesario revisar si hablar de Dios en términos de madre no constituye una metáfora adecuada porque no es capaz de remitir a lo que Dios es y a su relación con el mundo, o si parece inadecuada porque la experiencia misma de la maternidad femenina lo es como analogía. “Aunque no podemos dar razonamientos absolutamente concluyentes,”

[16]agrega Ratzinger, madre no sería –a su juicio- título para Dios. Pero si Dios no es padre,

[17] en modo literal, tampoco es madre. Ambas metáforas remiten a la forma de relacionarse Dios con el mundo, son representaciones, y ambas escapan a lo que Dios es: Es más no padre y no madre, que padre y/o madre. Mujeres ¿Imágenes de Cristo? Ser imágenes de Cristo no puede, no debe, estar condicionado por el sexo. Afirmar y vivir cualquier otra cosa es desvirtuar el misterio insondable de Dios y desconocer la experiencia de la mitad de la humanidad. Bastante más complejo es el asunto de la imagen de Cristo porque hemos sufrido un proceso de naturaleza androcéntrica que obviamente ha dificultado la apropiación, por parte de las mujeres, de la imagen de Cristo. La identificación con Jesucristo no pasa por la semejanza corporal, sino por la participación en su naturaleza, por “ser en Cristo,” como afirma San Pablo. Este tema ha sido ampliamente debatido por muchas teólogas feministas.

[18] Algunas de ellas han enfatizado la pregunta sobre la masculinidad de Cristo como referente de humanidad y posibilidad de salvación para las mujeres. Otras, han enfatizado, más bien, la participación plena en el ser de Cristo otorgada a través del bautismo. Pienso que la identificación con Cristo no puede ¡evidentemente! pasar por la identificación corporal; tampoco podemos negar su masculinidad porque estaríamos poniendo en jaque un elemento fundamental de su humanidad. La realidad de Cristo es pneumatológica, es decir, en el Espíritu, y no es necesaria la réplica de sus rasgos sexuales para una plena participación, sino la comunión en su Espíritu. Vivir la vida de Cristo, ser otro Cristo, ser Su imagen no está vedado para las mujeres y es necesario asumir las consecuencias que derivan de esa experiencia profundamente pneumatológica: “Por el bautismo nos configuramos con Cristo” (LG 7) y es proceso crístico de todos y todas las creyentes irse configurando a Su imagen (Rom 8,29).

[19] Por tanto, ser imágenes de Cristo no puede, no debe, estar condicionado por el sexo. Afirmar y vivir cualquier otra cosa es desvirtuar el misterio insondable de Dios y desconocer la experiencia de las mujeres. Cuando en Nicea se afirmaba que Dios se hizo hombre,

[20] ¿qué se quería decir?, ¿que se hizo varón o ser humano? “Si de hecho lo que se entiende es ‘se hizo varón’, si la masculinidad es esencial para la función crística, entonces las mujeres están separadas del lazo salvador, pues la sexualidad humana femenina no fue asumida por el verbo de Dios hecho carne”.

[21] Por ello el gran y primer desafío es leer la Biblia desde la corporalidad femenina asumiendo con tanta conciencia como sea posible, que el cuerpo de las mujeres es tan imagen de Cristo como el masculino. “Nuestra presencia corporal es un desafío al mando paterno (…) En un sistema lingüístico gramaticalmente androcéntrico, las mujer*s siempre tenemos que pensar las cosas dos veces y ponderar si también estamos incluidas cuando se dice, verbigracia, que todos los hombres han sido creados iguales.”

[22] Cada mujer, con nombre y apellido, y con su historia concreta, está creada a imagen de Dios y es portadora de la imagen de Cristo. Pero ésta no puede reducirse a los rasgos históricos de Jesús de Nazaret. Porque si eso es lo sobresaliente, hay media humanidad excluida de la plena participación en esa imagen. Ser otro Cristo no implica identificarse con su sexo, sino con su vida. Una vida animada por el Espíritu, compasiva, liberadora, restauradora de la dignidad humana. Para que las mujeres adquieran ciudadanía plena en la Iglesia es necesario que recuperen su cuerpo; saberse, pensarse y sentirse hechas a imagen y semejanza de Dios, porque también son ellas hechura suya (Ef 2, 10). Es un hecho, ya hoy poco discutido, que los textos bíblicos fueron escritos en un contexto patriarcal, por hombres que, desde su mirada masculina, seleccionaron los dichos y hechos a narrar.

[23] En esa narración predomina un lenguaje sobre Dios que evidentemente es, no sólo masculino, sino, además, masculinizante. Dios es dicho como varón, con algunos rasgos femeninos. Si a esto se suma una mentalidad que afirma que esa terminología debe seguir predominando porque es revelada, resulta que “la ‘revelación’ se convierte así en un freno a la articulación del misterio divino a la luz de la dignidad de las mujeres”.

[24] La teología tiene que hacerse cargo de que el llamado a la salvación es universal, para hombres y mujeres, para todos (1 Tim 2,4). Por eso es tan importante ampliar las fronteras del modo de decir a Dios, “hay que expresarlo, también, con símbolos femeninos, para que también a las mujeres les sean manifestadas sus posibilidades específicas de identificación religiosa. Pues es importante que las niñas y las mujeres se puedan reconocer, o no, con sus experiencias en el modo de hablar de Dios.”


[25] Como afirma la teóloga judía Judith Plaskow, tomarse en serio el hecho de que la historia religiosa no es sólo de varones, sino que es de hombres y mujeres nos plantea a las mujeres, a cada una, la necesidad de asumir la tarea intelectual de reformular esa historia, de reformular la historia personal de cada una. No se trata de salir lanza en ristre contra los varones. El sexismo a la inversa situaría a las mujeres en posición de dominio, con el consiguiente empequeñecimiento de los hombres, y se mantendría la infidelidad al Misterio, aunque desde la otra mitad. La conversión de las mujeres Si la plena humanidad de las mujeres es lo que debe ser defendido, cuidado y promovido, todo aquello que atenta contra ésta, no viene de Dios ni de una comunidad realmente evangélica. Desde este principio básico se juzga la verdad, coherencia y adecuación de aquello que se ha definido en las estructuras teológicas y eclesiales con respecto a las mujeres. Si bien la experiencia de las mujeres no es homogénea, porque difiere tanto como las mujeres mismas, hay un común denominador que atraviesa las diferencias etarias, culturales, étnicas, sociales, económicas, etc.: la constatación de un malestar y una protesta enérgica que se traduce en una búsqueda persistente de nuevos horizontes. El giro teológico que se está produciendo en la conciencia de las mujeres tiene que ver con el resurgir de la plenitud de su feminidad y la validación de ésta en un contexto patriarcal. La formulación de este proceso ha sido tipificado por Johnson como una conversión dentro de su misma tradición cristiana. Una conversión que no se entiende como despojo o abandono de sí, sino como conciencia de la propia valía y dignidad, y la necesidad de actuar en consecuencia. Si la plena humanidad de las mujeres es lo que debe ser defendido, cuidado y promovido, todo aquello que atenta contra ésta no viene de Dios ni de una comunidad realmente evangélica. Desde este principio básico se juzga la verdad, coherencia y adecuación de aquello que se ha definido en las estructuras teológicas y eclesiales con respecto a las mujeres. Este principio de la plena y verdadera humanidad no es exclusivo de las teologías feministas. También la teología clásica de la imago Dei (imagen de Dios) lo afirma en el contexto de caída/redención, pero la novedosa novedad es que las mujeres hoy lo reclaman para sí mismas y se reconocen y se narran como sujetos de plena humanidad, aun cuando esa narración no aparece posicionada en la estructura eclesiástica ni en gran parte de la Iglesia en general. Si la manifestación del Espíritu de Dios en el mundo es tan versátil, rica y diversa, y si siempre está llegando y actuando, pero nunca acaba de llegar y actuar del todo, el misterio divino no puede decirse de una sola manera. La diversidad es inherente al misterio mismo y de ella debería dar cuenta el discurso sobre Dios y nuestra praxis eclesial. Reforzar al Dios patriarcal y la creencia androcéntrica de que al sexo masculino le corresponde un lugar, dignidad y funciones mayores dado que su sexo fue el escogido para la encarnación, es traicionar el Misterio. No se puede asumir acríticamente que los varones son más teomorfos y, naturalmente, cristomorfos que las mujeres. Tal es el argumento que utilizó la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Inter Insignores

[26] para negar el acceso al sacerdocio ministerial a las mujeres: el parecido con Jesucristo. Este argumento, según Elizabeth Johnson, resulta de una comprensión literal de Jn 14,9 “Quien me ha visto, ha visto al Padre”, por ello, la corporalidad femenina debe ser mediada por un varón crístico. Experiencias femeninas ¿Inadecuadas? La relación materna como descriptor de lo divino ha sido activamente desautorizada y conscientemente borrada del repertorio de imágenes adecuadas. Esta acción fue acompañada del afianzamiento de la patriarquía como ideología dominante en la comunidad cristiana. Como último elemento, es fundamental tener claro y asumir las consecuencias que derivan de un lenguaje sobre Cristo que ha quedado de una vez y para siempre empapado de mundo porque Él es como nosotros en todo, menos en el pecado. La encarnación no es un como si fuera humano, sino que involucra todos y cada uno de los aspectos de nuestra humanidad. Recordando a Foucault, podemos afirmar que no existen discursos inocentes

[27] y que el predominio de las metáforas masculinas no ha sido inconsciente ni involuntario: “La relación materna como descriptor de lo divino ha sido activamente desautorizada y conscientemente borrada del repertorio de imágenes adecuadas. Esta acción fue acompañada del afianzamiento de la patriarquía como ideología dominante en la comunidad cristiana. Las imágenes religiosas y la práctica social se influyen mutuamente; de ahí que la decisión de crear un sacerdocio jerárquico integrado solo por hombres exigía unas imágenes de Dios exclusivamente masculinas y con poder.

[28] Es claro cómo se alimentan, retroalimentan y refuerzan un lenguaje masculino patriarcal y una antropología dualista y jerárquica, que impide a las mujeres asumirse plenamente como imago Christi. Y que, cuando lo hacen y viven las consecuencias prácticas que de allí derivan, son tildadas, entre otras cosas, de sacrílegas. Afirmar que las mujeres también son imágenes de Cristo funciona en el contexto patriarcal solo en la teoría porque cuando las mujeres lo expresan concretamente se olvida el discurso políticamente correcto. Tal fue la situación vivida cuando, en 1984, Edwina Sandys, expuso su obra Crista en la catedral de San Juan en Nueva York, pretendiendo mostrar la solidaridad del crucificado con las mujeres. A la exposición siguió una tormentosa polémica suscitada por esa representación de la total identificación de Dios con las mujeres maltratadas. La obra no buscaba negar la masculinidad histórica del crucificado, sino mostrar cómo opera el símbolo de la identificación de Dios con las mujeres crucificadas en todo el mundo. La agresiva controversia generada formuló, y sigue formulando, “a una cultura masculina en la que el cuerpo femenino torturado es considerado pornográfico, en lugar de expresión de los sufrimientos de Dios,”

[29] una pregunta lacerante: ¿por qué? ¿Por qué el escándalo?. Una suerte similar corrió la hermosa escultura del danés Jens Galschiot, En el nombre de Dios, que muestra a una adolescente embarazada crucificada. Tildada de sacrílega y vergonzosa, la obra pretende ser un llamado de atención frente a las niñas inocentes que mueren de sida en África y al discurso mantenido por la Iglesia Católica para combatir el VIH que -a juicio de Galschiot- de poco ayuda a controlar el mal.
La obra fue expuesta en 2006 frente a las puertas de la catedral de Copenhague y actualiza la pregunta lanzada en 1984 a raíz de la exhibición de Crista en Nueva York. Me parece que aquí hay un nudo especialmente sensible para pensar: el planteamiento teórico afirma no impedir la identificación femenina con Cristo; la constatación en la praxis, sin embargo, demuestra exactamente lo contrario
 ¿Qué está realmente en juego detrás del rumor escandalizado que produce la mujer viviéndose y representándose como imagen de Cristo y semejante a Él por la gracia y el bautismo? La densidad de la encarnación y sus consecuencias históricas es el desafío que no hemos logrado integrar del todo, tampoco explicitar a fondo. Uno de los grandes aportes de las teologías feministas -esa novedosa novedad- es, precisamente, confrontarnos con la complejidad de la pregunta por la historia.
El camino que recorren conduce a un sin salida en el mundo pluralista y cambiante en que vivimos, en el que se afirma la plena dignidad de las mujeres: conduce a la taxativa afirmación que Dios puede decirse de muchas maneras. Sólo el creyente se anima a decir a Dios y ese decir tiene género, o debería tenerlo, no para trasladar la problemática del género al corazón de Dios, sino para salvar al Misterio de nuestra idolatría, relativizando y ampliando nuestros lenguajes para nombrarlo.
Parece ser que sólo asumiendo la realidad histórica del cristianismo sería posible convivir con esa tensión.
 Pero, asumir la historicidad de la insistente búsqueda religiosa de todos los hombres y mujeres conlleva otra tensión: aquella en que se juega la especificidad del cristianismo, su identidad y unidad -por la que vela el Magisterio- con las legítimas búsquedas de las teologías contextuales -como las teologías feministas- y, ambas, intentando dialogar.
 Uno de los caminos para atisbar la salida es seguir la pista a las afirmaciones que hemos mencionado del Concilio Lateranense IV y del Catecismo de la Iglesia Católica: nuestro conocimiento de Dios es limitado y, por lo tanto, nuestro discurso sobre Dios también lo es. Nuestro lenguaje se expresa de modo humano y entre el Creador y la criatura hay mayor desemejanza que semejanza. No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y a las cuales remiten. Desde este lugar provisorio, de tránsito, siempre análogo ¿Cuál es la realidad que se nos permite tocar al decir a Dios? ¿Qué se quiere decir cuando se dice Cristo?
 Asumir la densidad del misterio de Cristo y de su Iglesia hasta las últimas consecuencias, es el desafío. Asumir que la cristificación es un llamado universal, que Cristo es mediador-emisor y contenido del mensaje salvífico, que Él mismo hace posible ese camino, con la fuerza y la Sophia (Sabiduría) del Espíritu, actuando en cada uno y cada una, sin fronteras de ninguna especie, incluida su masculinidad histórica, desde el ruah o soplo original hasta la consumación final.
Y que la Iglesia, desde el misterio/signo de su existencia acompaña el caminar de los hombres y mujeres de buena voluntad, no como institución excluyente y marginadora, sino como padre-madre-hermana-hermano-amigo-amiga que camina con, que confía en y, que más que nada, ama. Nuestro gran desafío en este vértice espacio-temporal es decir a Dios, proclamar a Jesucristo de un modo inclusivo -radicalmente evangélico- que vaya haciendo carne-historia-Reino el querer universal de Dios: que todos/as se salven. Hoy hay una fuerte tensión entre el Magisterio y las teólogas feministas que han hecho ver -entre otras cosas- la idolatría que supone un lenguaje exclusivamente masculino y sus consecuencias en las vidas de las mujeres.
 Es inevitable que la crítica feminista afecte el statu quo de los discursos y lenguajes sobre Dios; también, en algún momento, la praxis. Pero es deseable no perder de vista el norte de la crítica, el hilo conductor, que es Dios mismo y la plena humanidad de las mujeres. Acentuar un lenguaje femenino sobre Dios obedece a la coyuntura histórica de invisibilidad de las mujeres y a la deslegitimación de su palabra y experiencias.
 No se busca un sexismo a la inversa, sino hacer ver que el lenguaje masculino es un símbolo idolátrico que tiene consecuencias para las mujeres. Tal vez la clave esté en no poner en oposición feminismo y Magisterio, sino en relación, en mutua apertura dialogal. Ese diálogo es aún tarea pendiente en la Iglesia, tarea de todos y todas, constantemente postergada e ignorada. Y sin embargo, y sin embargo: hay algo nuevo en el mundo...

[30] (Publicado en Carolina del Río y María Olga Delpiano, Iglesia en crisis: La irrupción de los laicos, Uqbar Editores, Santiago, 2011, 131-157)


 [1] Bautista, Esperanza (1993) “Dios”, en Diez Mujeres Escriben Teología, Pamplona: Ed. Verbo Divino, p 126. 

[2] Para ejemplificar ver diario La Nación, sección Magazine, domingo 14 de noviembre, 2004, “Escuela para Señoritas, aprendiendo a callar y cocinar en la… [omito el nombre de la institución]”. Algunos testimonios: Anita, “Para mí lo más importante es que me enseñen a ser una súper mujer, súper woman o súper nana, como nos dicen en la Universidad. De todas formas me adoran porque nos fijamos en cosas que nadie más se fija; la casa, la cocina, la pieza, en el orden, en cómo organizar el tiempo, y en tu relación con los demás; saber callar cuando tienes que callarte.” Francisca: “Que uno esté en la casa, para cuidar a los hijos, a los hombres les gusta, en mi caso podré adecuar esta labor con un trabajo.” Verónica: “Yo tengo 5 hermanos y están fascinados con mi carrera, creen que todas las mujeres debieran estudiar lo mismo, compatible para una dueña de casa y tener familia.” 

[3] Johnson, Elizabeth (2002) La Que Es. El misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona: Herder, p 47.

 [4] Entiendo feminismo en la línea de la teóloga Rosemary Radford Ruether, planteado en su libro Sexism and God Talk, como la promoción de la plenitud de las mujeres rechazando todo lo que niega, empequeñece o distorsiona la plena humanidad de las mujeres. Lo que no permite o entorpece la plena humanización femenina no puede ser redentor, ni es voluntad de Dios ni su reflejo. En la medida en que el feminismo promueve la plena humanidad de las mujeres -no en contra de los hombres porque constituiría un sexismo a la inversa- es sin duda una tarea emancipadora querida por Dios. 

[5] Cfr. Ricoeur, Paul (1976) “Hermenéutica de los símbolos y reflexión filosófica (II)”, en Introducción a la simbólica del mal, Ed. Megápolis, p 57. 

[6] Suma Teológica I, q. 29 a. 3. Citado en Johnson, op. cit. 22. La cuestión 29 trata acerca de Las personas divinas y el artículo 3, se pregunta: “El nombre persona ¿se puede o no se puede dar a lo divino?” Y responde: “Si se requiriera que se hablase de Dios sólo con aquellas mismas palabras con que se nos habló de Dios en la Sagrada Escritura, se seguiría que nunca se podría hablar de Dios con una lengua distinta a la usada en la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento. Encontrar nuevas palabras que expresen la antigua fe sobre Dios empezó a ser necesario para poder discutir con los herejes. Y esta novedad de palabras no hay por qué evitarla, pues no es profana, ya que no discrepa del sentido de la Escritura”. Cfr. Suma Teológica Primera Parte en www.hjg.com.ar. Código 15. Índice: Esthsuma (Esthoassummae).

 [7] Palacio, Marta (2003) “Hablar de Dios desde los márgenes: cuerpos y mujeres”, en Schickendantz, Carlos (Ed.) Lenguajes sobre Dios al final del segundo milenio, Córdoba: EDUCC, p 119-120. [8] Denzinger, Heinrich y Hünnerman, Peter (2000)2 El Magisterio de la Iglesia, Barcelona: Herder, p 358, N° 806 (En adelante citaré esta obra como DH). En esta misma línea, el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 170 afirma: “No creemos en los enunciados sino en lo que ellos quieren significar.” 


[9] El androcentrismo se manifiesta en casos que parecen muy inocentes: Una profesora de educación básica me comentaba no hace mucho que en los libros de ciencias naturales se solía decir “el hombre tiene pene, la mujer no.” ¿Por qué no se dice el hombre tiene pene y la mujer vagina? [


10] Radford Ruether, Rosemary (1992) Sexism and God-Talk, toward a feminist theology, Boston: Beacon Press Books, p 23. 

[11] Johnson, op.cit. p 95. [12] Johnson entiende mutualismo como una estructura de relación marcada por la equivalencia entre las personas, valoración mutua, consideración común marcada por la confianza, el respeto, el afecto, en contraste con la competencia, el dominio y la superioridad. Para Ricoeur, en tanto, el mutualismo es la superación de la reciprocidad, es donación gratuita sobreabundante. [13] Juan Pablo I Rezo del Angelus, 10 de septiembre de 1978, en http://www.vatican.va/phome_sp.htm. También ver en Johnson, op. cit p 227, según versión del Osservatore Romano -edición en inglés- del 21 de septiembre de 1978. [14] Ratzinger, J. Benedicto XVI, (2007) Jesús de Nazaret, Santiago: Ed. Planeta Chilena S.A, p 174-175. Me parece interesante la mención de Ratzinger a las deidades femeninas y de cómo fue necesario distinguirse de tales cultos. ¿Será esa la razón de fondo para no hablar de Dios madre, hoy? [15] La literatura sobre la construcción patriarcal de las Escrituras es muy vasta. Una mirada novedosa, sin embargo, aporta el trabajo de Moore Stephen D. y Capel Anderson Janice, (2003) New Testament Masculinities, Atlanta: Society of Biblical Literature, que, no solo da por hecho tal construcción patriarcal, sino que introduce la cuestión de las nuevas masculinidades y su construcción en los Evangelios. [16] Ratzinger op. cit. 175. 


[17] Cfr. Ricoeur, el interesante capítulo “La Paternidad: Del fantasma al símbolo”, en Introducción a la simbólica… op. cit, 213-244.

 [18] Sobre el tema ver, por ejemplo: Johnson, Elizabeth (1990) Considerer Jesús. Waves of renewal in christology, New York: The Crossroad Publishing Company; Schüssler Fiorenza, Elisabeth (2000) Cristología feminista crítica, Madrid: Trotta; Bingemer, María Clara, “Mujer y cristología. Jesucristo y la salvación de la mujer”, en Aquino, María Pilar, Aportes para una teología de la mujer, (1998) Ed. Nuevo. Exodo; Gómez Acebo Isabel (Ed.), Y Vosotras ¿Quién Decís Que Soy Yo? (2000) Ed. Desclée De Brouwer; Radford Ruether Rosemary (1998) Women and redemption. A theological history, Minneapolis: Fortress Press. 

[19] Cfr. Rom 8,29: “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo…”. Cfr. también Lumen Gentium N° 2: “(…) A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo (…)” y N° 7: “Es necesario que todos los miembros se asemejen a Él hasta que Cristo quede formado en ellos”. 

 [20] El Concilio de Nicea (325) afirma: “(…) El cual por nuestra salvación descendió, se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día (…)” DH 125. 

[21] De Miguel, María Pilar, “Cristo”, en Navarro Mercedes (Dir.) (1998) Diez mujeres escriben teología, Ed. Verbo Divino, p 81-82.

[22 Schüssler Fiorenza, Elisabeth (2004) Los Caminos de la Sabiduría, Ed. Verbo Divino, p 85 y 105. Según explicación de la misma autora se propone la grafía muj*r y mujer*s (wo/man y wo/men ) para poner de manifiesto que la categoría muj*r / mujer*s es una construcción social. El término busca incluir tanto las diferencias que se dan entre las mismas mujeres como aquellas que se dan en lo íntimo de cada mujer. En español, con el *, no es posible captar el efecto que produce la barra separadora de wo/man y wo/men, que recuerda que ambas palabras están construidas a partir del masculino man/men.

 [23] Sobre este tema ver Schüssler Fiorenza, Elisabeth (1983) In Memory of Her. A feminist theological reconstruction of christian origins, New York: Crossroad; Gómez Acebo Isabel (Ed.) (2005) La mujer en los orígenes del cristianismo, Bilbao: Desclée de Brouwer; Osiek, Carolyn, Macdonald, Margaret y Tolloch Janet (2007) El lugar de la mujer en la Iglesia primitiva, Salamanca: Sígueme; Tamez, Elsa (2005) Luchas de poder en los orígenes del cristianismo. Un estudio de la Primera carta a Timoteo, Santander: Sal Terrae; Osiek Carolyn, Madigan Kevin (Eds.) (2005) Ordained women in the early church. A documentary history, London: The John Hopkins University Press, (Traducción española: (2006) Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada, Pamplona: Ed. Verbo Divino); Moore Stephen Daniel y Capel Anderson Janice (Eds.) (2003) New Testament masculinities, Atlanta: Society of Biblical Literature.

 [24] Johnson, op. cit. 110. Cfr. Ricoeur, Paul (1994) “Hermenéutica de la idea de revelación”, en Fe y Filosofía. Problemas del lenguaje religioso, p 177, en donde afirma: “Decir que el Dios que se muestra es el Dios oculto, es confesar, por el contrario, que la revelación jamás puede constituir un cuerpo de verdades que pueda esgrimir una institución. Por lo mismo, disipar la opacidad masiva del concepto de revelación es también destruir toda forma totalitaria de autoridad que pretendiera retener la verdad revelada”. 


[25] Kohn-Roelin, Johanna (1989) “Madre, Hija, Dios”, en revista Concilium 226, p 400. 

[26] Inter Insignores afirma: “(…) El sacerdote (…) actúa, entonces, no sólo en virtud de la eficacia que le confiere Cristo, sino en la persona de Cristo, hasta el punto de ser su imagen misma cuando pronuncia las palabras de la consagración” DH 4599 “(…) el sacerdote es un signo, cuya eficacia sobrenatural proviene de la ordenación recibida; pero es también un signo que debe ser perceptible y que los cristianos han de poder captar fácilmente (…) ‘Los signos sacramentales, dice santo Tomás, representan lo que significan por su semejanza natural’ (…) Cuando hay que expresar sacramentalmente el papel de Cristo en la Eucaristía, no habría esa semejanza natural que debe existir entre Cristo y su ministro, si el papel de Cristo no fuera asumido por un hombre: en caso contrario, difícilmente se vería en el ministro la imagen de Cristo. Porque Cristo mismo fue y sigue siendo un hombre” (DH 4600). Sobre la postura del Vaticano acerca de la ordenación al sacerdocio ministerial de mujeres ver El Sacramento del Orden y la Mujer. De la Inter Insignores a la Ordenatio Sacerdotalis, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, (1997) con comentarios de Ratzinger, Bertone, Von Balthasar, Bernardin y otros. Madrid: Ed. Palabra. 


[27] Cfr. Foucault Michel, (1992) El Orden del Discurso, Buenos Aires: Tusquets, Buenos Aires, 1992. (Lección inaugural pronunciada en el College de France, 2 de Diciembre de 1979). [28] Johnson, op. cit. 229. 

[29] Johnson, op. cit 336. [30] Sontag, Susan (2007) Cuestión de énfasis, Buenos Aires: Alfaguara, p 269.

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